5/11/2018, 00:55
«Espera. ¿Dónde vas? ¡Da la vuelta! ¡Por ahí no está Amegakure!»
Kokuō resopló. Aquella niña era más pesada de lo que podía haber imaginado en un principio. Durante todos los años de su cautiverio, el bijuu sólo había establecido conversación con su captora en un par de ocasiones contadas, y siempre había sido para tocarle un poco la fibra moral. ¿Por qué no podía ella ser igual? Desde que habían salido del Valle del Fin, la chiquilla no le había dado tregua más de un par de horas.
«No vamos a ir a Amegakure, señorita.» Respondió para sus adentros.
«¿Cómo que no? ¡Tenemos que volver a Ame! Mi familia...»
«Olvídese de ellos. Ha desaparecido de su vida. Desapareció en el momento en el que Kuroyuki la venció, sólo encontrarán su túnica allí.»
«No... No puedes hacer esto... ¡Déjame volver! ¡Quiero ir a Amegakure!»
«¿Acaso se me preguntó alguna vez dónde quería ir yo?»
Ayame no volvió a hablar, y Kokuō disfrutó del nuevo silencio que la envolvía. Las hojas crujían bajo el peso de sus botas, y el agradable aroma del bosque llenaba sus pulmones, completándola. Hacía tiempo que había dejado la lluvia atrás, y ahora incluso podía disfrutar del sol sobre su piel, sin mayores preocupaciones. Podría quedarse allí a vivir, se dijo. Era un lugar hermoso y tranquilo, con las setas más grandes y frondosas que había visto nunca. Sin embargo, estaban en el País de los Bosques, demasiado cerca de Kusagakure para su gusto. Cualquier shinobi que pasara por allí podría reconocerla de inmediato. No. Seguiría hacia el este, hacia el País del Agua, como era su plan inicial. Allí podría llevar una vida pacífica y libre sin ningún tipo de preocupación.
Pero estaría lejos de sus hermanos...
Un extraño crujido la sobresaltó. Extrañada, Kokuō miró a su alrededor, pero no había nada ni nadie cerca que pudiera haber provocado aquel extraño sonido. Y al cabo de varios segundos volvió a repetirse, y entonces se dio cuenta de que provenía de su propio cuerpo.
—¿Qué es esto?
«Se llama hambre... Tienes que comer algo o si no te mueres. Es fácil.»
Kokuō chasqueó la lengua ante el tono sarcástico y alicaído de la muchacha.
—¿De verdad? Los humanos sois tan débiles... —susurró, agachándose para coger una seta del suelo.
«¡No! ¡Ni se te ocurra! ¡Podría ser venenosa!»
—¡Oh, venga ya!