6/11/2018, 11:44
(Última modificación: 6/11/2018, 13:13 por Aotsuki Ayame. Editado 2 veces en total.)
—Entonces, ¿cuáles se suponen que son comestibles para usted, señorita? —continuaban discutiendo Kokuō y Ayame.
Kokuō volvió a resoplar y se reincorporó. Se daba por vencida con el tema de los hongos.
—Entonces tendremos que cazar algo —resolvió, acariciando disimuladamente la manga izquierda, debajo de la cual escondía el preciado arco de la kunoichi.
Iba a continuar caminando cuando sus oídos captaron algo: voces, dos personas, dos chicos hablando entre sí de forma amigable, el crujido de la vegetación bajo sus botas...
Kokuō se volvió justo en el momento en el que sus miradas se encontraron. Y el silencio volvió a inundar el bosque cuando los dos shinobi enmudecieron al verla, anonadados. Y el tiempo pareció detenerse en aquel punto del bosque.
Ayame conocía a ambos, Kokuō lo sabía bien. Al chico del extraño bulto en la espalda sólo lo había visto una vez, en aquella mansión embrujada que los atrapó hacía un año, pero el otro...
El otro era aquel Uchiha que se había convertido en su enemigo acérrimo. El mismo Uchiha al que debía agradecer que casi consiguiera la libertad durante el examen de Chunin, el mismo Uchiha que la había contaminado, el mismo Uchiha que casi había provocado que la Arashikage la matara después de sellarle una técnica que la ridiculizaría... El mismo Uchiha que la había tenido entre ceja y ceja desde que interrumpió accidentalmente su noche de amor con una compañera de aldea...
Pero Kokuō había visto algo más en los ojos de los dos chicos. Algo que había llamado su atención y que la había llenado de felicidad... Y de rabia al mismo tiempo.
Podía sentir el terror, la rabia y la desesperación en la voz de Ayame. Pero también había algo que ella nunca podría admitir en voz alta: la esperanza al haber encontrado a dos conocidos.
Para angustia de la chiquilla, que no dejaba de taladrarle la cabeza con sus chillidos, Kokuō se acercó con pasos lentos y sosegados a los dos muchachos.
Le daba igual lo que le dijera, a ella no le interesaban los asuntos entre humanos.
—Me alegra encontrarles, necesitaba hablar con ustedes —habló, y tanto Datsue como Juro se darían cuenta de que aquella no era la voz que estaban acostumbrados a oír. Seguía siendo femenina, pero de alguna manera su timbre era diferente, más adulto, más maduro, más... ancestral.
Pese a sus palabras, Kokuō no sonreía. Y aunque tenía sus ojos aguamarina clavados en los suyos, era como si no los estuviera mirando directamente. Era como si estuviera mirando más allá de ellos.
Inclinó la cabeza de forma respetuosa.
—Shukaku, Chōmei.
«¿Y yo qué sé? Nunca he comido setas, ¡no me gustan!»
Kokuō volvió a resoplar y se reincorporó. Se daba por vencida con el tema de los hongos.
—Entonces tendremos que cazar algo —resolvió, acariciando disimuladamente la manga izquierda, debajo de la cual escondía el preciado arco de la kunoichi.
Iba a continuar caminando cuando sus oídos captaron algo: voces, dos personas, dos chicos hablando entre sí de forma amigable, el crujido de la vegetación bajo sus botas...
Kokuō se volvió justo en el momento en el que sus miradas se encontraron. Y el silencio volvió a inundar el bosque cuando los dos shinobi enmudecieron al verla, anonadados. Y el tiempo pareció detenerse en aquel punto del bosque.
Ayame conocía a ambos, Kokuō lo sabía bien. Al chico del extraño bulto en la espalda sólo lo había visto una vez, en aquella mansión embrujada que los atrapó hacía un año, pero el otro...
«No... Él no... ¡Kokuō da la vuelta ahora mismo y corre todo lo rápido que puedas!»
El otro era aquel Uchiha que se había convertido en su enemigo acérrimo. El mismo Uchiha al que debía agradecer que casi consiguiera la libertad durante el examen de Chunin, el mismo Uchiha que la había contaminado, el mismo Uchiha que casi había provocado que la Arashikage la matara después de sellarle una técnica que la ridiculizaría... El mismo Uchiha que la había tenido entre ceja y ceja desde que interrumpió accidentalmente su noche de amor con una compañera de aldea...
Pero Kokuō había visto algo más en los ojos de los dos chicos. Algo que había llamado su atención y que la había llenado de felicidad... Y de rabia al mismo tiempo.
«¡¡Kokuō!!»
Podía sentir el terror, la rabia y la desesperación en la voz de Ayame. Pero también había algo que ella nunca podría admitir en voz alta: la esperanza al haber encontrado a dos conocidos.
Para angustia de la chiquilla, que no dejaba de taladrarle la cabeza con sus chillidos, Kokuō se acercó con pasos lentos y sosegados a los dos muchachos.
Le daba igual lo que le dijera, a ella no le interesaban los asuntos entre humanos.
—Me alegra encontrarles, necesitaba hablar con ustedes —habló, y tanto Datsue como Juro se darían cuenta de que aquella no era la voz que estaban acostumbrados a oír. Seguía siendo femenina, pero de alguna manera su timbre era diferente, más adulto, más maduro, más... ancestral.
Pese a sus palabras, Kokuō no sonreía. Y aunque tenía sus ojos aguamarina clavados en los suyos, era como si no los estuviera mirando directamente. Era como si estuviera mirando más allá de ellos.
Inclinó la cabeza de forma respetuosa.
—Shukaku, Chōmei.