12/12/2018, 21:15
—Ahora lo comprobaremos, Zetsuo —dijo—. Pero tendremos que salir de la capital y alejarnos un poco de la civilización. No puedo invocar a los perros aquí.
Zetsuo asintió en silencio, y todos juntos se abrieron paso entre todas las personas que abarrotaban las calles, que parecían haberse puesto de acuerdo para salir todos a la vez a realizar sus compras o, simplemente, pasear. ¿Pero quién podía pasear a gusto por unas calles atestadas en las que casi no se podía respirar? Caminando a contracorriente, con gran esfuerzo, y con ayuda de varios codazos y golpes de hombro, el grupo atravesó las numerosas avenidas y callejones que conformaban la capital del Puerto Kasukami y terminó saliendo de la urbe al cabo de un buen rato. Asfalto y torres de hormigón y cristal fueron sustituidos por un camino terroso y pinos. Algo jadeantes por el esfuerzo y por la angustia de haber estado encerrados en una muchedumbre así, caminaron por la calzada durante varios centenares de metros y después se refugiaron entre los árboles. La niebla volvía a rodearlos, pero a nadie pareció importarle por el momento. Y entonces Kiroe hizo su magia: invocó un perro labrador de color negro como el tizón y cierta cara de bobalicón.
—¡Wof! Kiroe-sama, a su servicio —ladró el cánido, con un ridículo saludo militar que hizo torcer el gesto a Zetsuo.
—Akatosu. Ya sabes lo que hablamos ayer. Tienes que ayudarnos a buscar a Ayame. Zetsuo, por favor. —Intervino Kiroe, volviéndose hacia el médico—. ¿Todavía conservas el trozo de túnica?
—Sí, y no sólo eso —respondió él, descolgándose la mochila de los hombros para rebuscar en ella y terminar sacando el deteriorado trozo de tela en el que se había convertido la túnica de Ayame y que habían estado persiguiendo durante todo aquel trayecto—. También tengo su ropa, de cuando se la... cambiaron... —añadió, apretando las mandíbulas—. Si en algún momento tenemos que separarnos, no hay riesgo de perder el rastro.
Akatosu olfateó la prenda durante varios largos segundos. Después olisqueó el aire, y empezó a rastrear olfateando el suelo.
—¡Por aquí! ¡Seguidme, de momento tengo el rastro claro! ¡Ha pasado por aquí!
—¿Cómo que "de momento"...? —masculló el médico entre dientes. Sin embargo, siguió al animal, que los conducía a través de los árboles.
—¿Por en medio de la arbolada? Los captores estaban de incógnito, así que dudo que haya tenido nada que ver con el señor feudal de este país, mamá, como tú sugeriste.
—Sí, porque... nos estamos adentrando en la isla.
—¿Y nadie los habrá visto pasar por aquí? —cuestionó Kōri, algo escéptico ante las circunstancias, pues un grupo cargando con el cuerpo de una muchacha (inconsciente o no) debería haber levantado las alarmas. La otra alternativa era que Ayame estuviera andando por su propio pie; pero, conociendo lo terca que podía llegar a ser su hermana pequeña, realmente lo dudaba. Al menos, sin dar señales de algo no andaba nada bien—. ¿Adónde se la pueden llevar desde aquí?
Zetsuo asintió en silencio, y todos juntos se abrieron paso entre todas las personas que abarrotaban las calles, que parecían haberse puesto de acuerdo para salir todos a la vez a realizar sus compras o, simplemente, pasear. ¿Pero quién podía pasear a gusto por unas calles atestadas en las que casi no se podía respirar? Caminando a contracorriente, con gran esfuerzo, y con ayuda de varios codazos y golpes de hombro, el grupo atravesó las numerosas avenidas y callejones que conformaban la capital del Puerto Kasukami y terminó saliendo de la urbe al cabo de un buen rato. Asfalto y torres de hormigón y cristal fueron sustituidos por un camino terroso y pinos. Algo jadeantes por el esfuerzo y por la angustia de haber estado encerrados en una muchedumbre así, caminaron por la calzada durante varios centenares de metros y después se refugiaron entre los árboles. La niebla volvía a rodearlos, pero a nadie pareció importarle por el momento. Y entonces Kiroe hizo su magia: invocó un perro labrador de color negro como el tizón y cierta cara de bobalicón.
—¡Wof! Kiroe-sama, a su servicio —ladró el cánido, con un ridículo saludo militar que hizo torcer el gesto a Zetsuo.
—Akatosu. Ya sabes lo que hablamos ayer. Tienes que ayudarnos a buscar a Ayame. Zetsuo, por favor. —Intervino Kiroe, volviéndose hacia el médico—. ¿Todavía conservas el trozo de túnica?
—Sí, y no sólo eso —respondió él, descolgándose la mochila de los hombros para rebuscar en ella y terminar sacando el deteriorado trozo de tela en el que se había convertido la túnica de Ayame y que habían estado persiguiendo durante todo aquel trayecto—. También tengo su ropa, de cuando se la... cambiaron... —añadió, apretando las mandíbulas—. Si en algún momento tenemos que separarnos, no hay riesgo de perder el rastro.
Akatosu olfateó la prenda durante varios largos segundos. Después olisqueó el aire, y empezó a rastrear olfateando el suelo.
—¡Por aquí! ¡Seguidme, de momento tengo el rastro claro! ¡Ha pasado por aquí!
—¿Cómo que "de momento"...? —masculló el médico entre dientes. Sin embargo, siguió al animal, que los conducía a través de los árboles.
—¿Por en medio de la arbolada? Los captores estaban de incógnito, así que dudo que haya tenido nada que ver con el señor feudal de este país, mamá, como tú sugeriste.
—Sí, porque... nos estamos adentrando en la isla.
—¿Y nadie los habrá visto pasar por aquí? —cuestionó Kōri, algo escéptico ante las circunstancias, pues un grupo cargando con el cuerpo de una muchacha (inconsciente o no) debería haber levantado las alarmas. La otra alternativa era que Ayame estuviera andando por su propio pie; pero, conociendo lo terca que podía llegar a ser su hermana pequeña, realmente lo dudaba. Al menos, sin dar señales de algo no andaba nada bien—. ¿Adónde se la pueden llevar desde aquí?