12/01/2019, 16:32
Y vaya que siguieron. Hundidos en un gutural silencio. Hasta que...
—Sí —admitió, poco después—. Creo que tengo doce años.
Creo, creo... creía. Eso le decía muchísimo a Kaido. Para poder elaborar cientos de fantásticas conjeturas en su cabeza. Nunca sabría con certeza quién era Muñeca y porqué teniendo la edad de una mocosa, era incluso más hábil que él mismo.
Era primera vez que pisaba Hibakari, al menos consciente de ello. Su llegada al País del Agua fue tan turbulenta y se enfrentó a tantas cosas que la posibilidad de visitar el pueblo era, desde luego, el menor de sus preocupaciones. Pero ahí estaban el dúo dinámico, atravesando el puerto y sumergiéndose en una ciudad indudablemente pesquera, con vestigios que le asemejaban a Kasukami pero cuyas raíces aún eran más humildes.
Los dragones atravesaron el pueblo hasta sumergirse en un área menos poblada y sin guardias. A Kaido no le pasó desapercibido el cómo le apartaba la mirada la gente a Muñeca y de cómo ésta se movía, como si fuera la dueña de aquel lugar. El escualo intuyó que la influencia de Dragón Rojo era tal en Hibakari que aún y conociendo los negocios sobre los que se movía la organización, todos hacían caso omiso y decidían apartarse de su camino. Aquel puerto era su territorio.
Finalmente, se introdujeron en un bar de mala muerte. Imperaba el olor a tabaco, mezclado de forma irrisoria con un aroma que le permitió viajar en el tiempo, a un lugar que se le antojaba lejano. Como si hubieran pasado mil años de aquello. De su misión, donde todo empezó. Donde conoció a Katame, y a partir de ahí el resto era historia.
Ignorando totalmente los detalles del local, Masumi subió las escaleras y se adentró a la oficina de Money. Un cuarto ordenado que era todo lo contrapuesto al piso inferior. Estanterías repletas de pergaminos, carpetas y libros contables. Una pluma de oro cayó sobre el gran mesón.
—Ay, ¡qué bueno vel-los! —Era Money, un hombre moreno con rastas, y un candado por barba. Adornado de soberbia y accesorios que delataban su vida llena de excesos y arraigada al dinero—. Y, pues, ¿ya me vienen a desplumal?
—No es como si tres mil ryōs fueran a dejarte en la quiebra. Te ves bien acomodado, Money-san.
—Sí —admitió, poco después—. Creo que tengo doce años.
Creo, creo... creía. Eso le decía muchísimo a Kaido. Para poder elaborar cientos de fantásticas conjeturas en su cabeza. Nunca sabría con certeza quién era Muñeca y porqué teniendo la edad de una mocosa, era incluso más hábil que él mismo.
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Era primera vez que pisaba Hibakari, al menos consciente de ello. Su llegada al País del Agua fue tan turbulenta y se enfrentó a tantas cosas que la posibilidad de visitar el pueblo era, desde luego, el menor de sus preocupaciones. Pero ahí estaban el dúo dinámico, atravesando el puerto y sumergiéndose en una ciudad indudablemente pesquera, con vestigios que le asemejaban a Kasukami pero cuyas raíces aún eran más humildes.
Los dragones atravesaron el pueblo hasta sumergirse en un área menos poblada y sin guardias. A Kaido no le pasó desapercibido el cómo le apartaba la mirada la gente a Muñeca y de cómo ésta se movía, como si fuera la dueña de aquel lugar. El escualo intuyó que la influencia de Dragón Rojo era tal en Hibakari que aún y conociendo los negocios sobre los que se movía la organización, todos hacían caso omiso y decidían apartarse de su camino. Aquel puerto era su territorio.
Finalmente, se introdujeron en un bar de mala muerte. Imperaba el olor a tabaco, mezclado de forma irrisoria con un aroma que le permitió viajar en el tiempo, a un lugar que se le antojaba lejano. Como si hubieran pasado mil años de aquello. De su misión, donde todo empezó. Donde conoció a Katame, y a partir de ahí el resto era historia.
Ignorando totalmente los detalles del local, Masumi subió las escaleras y se adentró a la oficina de Money. Un cuarto ordenado que era todo lo contrapuesto al piso inferior. Estanterías repletas de pergaminos, carpetas y libros contables. Una pluma de oro cayó sobre el gran mesón.
—Ay, ¡qué bueno vel-los! —Era Money, un hombre moreno con rastas, y un candado por barba. Adornado de soberbia y accesorios que delataban su vida llena de excesos y arraigada al dinero—. Y, pues, ¿ya me vienen a desplumal?
—No es como si tres mil ryōs fueran a dejarte en la quiebra. Te ves bien acomodado, Money-san.