30/01/2019, 12:12
Kokuō lo supo en cuanto vio a Shanise acercarse a su celda acompañada de los guardias. Lo supo cuando ambas cruzaron la mirada, sin necesidad de palabra alguna: La hora había llegado.
Le rogó Ayame, aunque no habría hecho falta que se lo dijera. Estaba harta de luchar, y sabía que cualquier acto de rebeldía sería inútil. Ya se lo habían demostrado una y otra vez durante las últimas semanas. Por eso se mantuvo inmóvil mientras los guardias abrían la celda, no movió un músculo cuando el chasquido de la llave y el chirrido de la puerta se clavaron en sus oídos. Y aún así la redujeron. Por si acaso el monstruo les saltaba al cuello, se dijo, justo antes de que la mujer clavara sus dedos en su abdomen y todo se oscureciera y girara a su alrededor. Ni siquiera iba a poder sentir el aire fresco antes de que la encerraran de nuevo y para siempre...
Despertó con las manos esposadas tras la espalda en una incomodísima posición. Estaba tumbada boca abajo sobre una superficie áspera y dura, piedra supuso. Háganlo ya. Que sea rápido.intentó moverse para acomodarse, pero varios pares de manos la retuvieron en el sitio, sosteniendo sus brazos y sus piernas contra el banco. Gruñó, alarmada y aterrorizada. Una única lágrima se escapó de uno de sus ojos.
El corazón le galopaba en el pecho. El nudo en la garganta la asfixiaba de dolor. Su cuerpo se tensaba, anhelante de huir. Tenía miedo. Estaba absolutamente aterrorizada. Pero ninguno de aquellos humanos sintió ningún tipo de compasión por el monstruo al que estaban subyugando.
—Háganlo ya. Que sea rápido —ordenó Shanise.
Y varios ancianos se agacharon junto a ella. Kokuō intentó mover la cabeza, sólo para ver qué iban a hacer con ella. Pero la tenían firmemente sujeta contra el banco de piedra, apenas podía respirar correctamente.
—¡¡Kai!!
—¡¡Kai!!
—¡¡Kai!!
Desde luego, no fue un proceso tan tranquilo como cuando Kuroyuki llevó a cabo la técnica.
Fue como si una mano gigante de hierro la hubiese apresado de repente y tirara con violencia de ella hacia abajo. Hasta ahora había estado apoyada sobre un banco de piedra, pero ella se sintió atravesarlo, literalmente. Se sintió caer, caer caer... Y las paredes se cerraron a su alrededor, obligándola a encogerse hasta lo imposible para no resultar aplastada. Y Kokuō gritó. Gritó con toda la fuerza de sus pulmones.
—¡¡¡¡AAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHHHHHHHHHHH!!!!
Para la cautiva fue justo lo contrario. El espacio se abrió para ella, pero antes de que pudiera alzar el vuelo una fuerza invisible tiró de repente de ella hacia arriba, a toda velocidad. La luz se hizo más intensa, punzó sus ojos sin piedad, abrasó su piel. Y Ayame gritó. Gritó con toda la fuerza de sus pulmones.
—¡¡¡¡AAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHHHHHHHHHHH!!!!
Sus cabellos se oscurecieron paulatinamente, desde la raíz hasta la punta. Ayame quiso llevarse las manos a los ojos, pero seguían apresadas tras su espalda y no pudo hacer más que revolverse sobre sí misma, aullando de nuevo. Cegada por el dolor, apretó la frente contra el banco de piedra. Las lágrimas borraron todo rastro de la sombra rojiza de sus párpados y, al cabo de varios minutos de agonía, la muchacha se derrumbó sobre la piedra, temblando, jadeando.
—Ah... ah...
«Kokuō... no hagas nada.»
Le rogó Ayame, aunque no habría hecho falta que se lo dijera. Estaba harta de luchar, y sabía que cualquier acto de rebeldía sería inútil. Ya se lo habían demostrado una y otra vez durante las últimas semanas. Por eso se mantuvo inmóvil mientras los guardias abrían la celda, no movió un músculo cuando el chasquido de la llave y el chirrido de la puerta se clavaron en sus oídos. Y aún así la redujeron. Por si acaso el monstruo les saltaba al cuello, se dijo, justo antes de que la mujer clavara sus dedos en su abdomen y todo se oscureciera y girara a su alrededor. Ni siquiera iba a poder sentir el aire fresco antes de que la encerraran de nuevo y para siempre...
«Kokuō...»
. . .
Despertó con las manos esposadas tras la espalda en una incomodísima posición. Estaba tumbada boca abajo sobre una superficie áspera y dura, piedra supuso. Háganlo ya. Que sea rápido.intentó moverse para acomodarse, pero varios pares de manos la retuvieron en el sitio, sosteniendo sus brazos y sus piernas contra el banco. Gruñó, alarmada y aterrorizada. Una única lágrima se escapó de uno de sus ojos.
«No hagas nada. Demuéstrales... Demuéstrales que no eres el monstruo que ellos dicen que eres.»
El corazón le galopaba en el pecho. El nudo en la garganta la asfixiaba de dolor. Su cuerpo se tensaba, anhelante de huir. Tenía miedo. Estaba absolutamente aterrorizada. Pero ninguno de aquellos humanos sintió ningún tipo de compasión por el monstruo al que estaban subyugando.
—Háganlo ya. Que sea rápido —ordenó Shanise.
Y varios ancianos se agacharon junto a ella. Kokuō intentó mover la cabeza, sólo para ver qué iban a hacer con ella. Pero la tenían firmemente sujeta contra el banco de piedra, apenas podía respirar correctamente.
—¡¡Kai!!
—¡¡Kai!!
—¡¡Kai!!
Desde luego, no fue un proceso tan tranquilo como cuando Kuroyuki llevó a cabo la técnica.
Fue como si una mano gigante de hierro la hubiese apresado de repente y tirara con violencia de ella hacia abajo. Hasta ahora había estado apoyada sobre un banco de piedra, pero ella se sintió atravesarlo, literalmente. Se sintió caer, caer caer... Y las paredes se cerraron a su alrededor, obligándola a encogerse hasta lo imposible para no resultar aplastada. Y Kokuō gritó. Gritó con toda la fuerza de sus pulmones.
—¡¡¡¡AAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHHHHHHHHHHH!!!!
Para la cautiva fue justo lo contrario. El espacio se abrió para ella, pero antes de que pudiera alzar el vuelo una fuerza invisible tiró de repente de ella hacia arriba, a toda velocidad. La luz se hizo más intensa, punzó sus ojos sin piedad, abrasó su piel. Y Ayame gritó. Gritó con toda la fuerza de sus pulmones.
—¡¡¡¡AAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHHHHHHHHHHH!!!!
Sus cabellos se oscurecieron paulatinamente, desde la raíz hasta la punta. Ayame quiso llevarse las manos a los ojos, pero seguían apresadas tras su espalda y no pudo hacer más que revolverse sobre sí misma, aullando de nuevo. Cegada por el dolor, apretó la frente contra el banco de piedra. Las lágrimas borraron todo rastro de la sombra rojiza de sus párpados y, al cabo de varios minutos de agonía, la muchacha se derrumbó sobre la piedra, temblando, jadeando.
—Ah... ah...