30/01/2019, 15:59
Shanise chasqueó la lengua pero recibió a la llorosa muchacha entre sus brazos. No se había dado cuenta hasta aquel momento. Había anhelado su libertad, poder moverse, poder caminar, poder ser ella misma, pero no se había dado cuenta de cuánto echaba de menos un abrazo, cuánto echaba de menos tener contacto físico con alguien.
—Venga, va, ya está. Ya está. Vámonos de aquí.
Ayame asintió, sorbiéndose la nariz, y se obligó a separarse de la mujer. Shanise la obligó a bajar de la mesa de piedra y a reincorporarse. La muchacha aceptó su ayuda y se apoyó en ella para caminar, aunque era evidente que se estaba esforzando por moverse por sí misma sin ayuda. Sin demasiado éxito, todo hay que decirlo. Salieron de aquel curioso templo que se abría al aire, y Ayame respiró hondo, impregnándose del exterior.
—Te he traído tu ropa, pero supongo que querrás cambiarte en un... sitio mejor —dijo Shanise, mientras se acercaban a un árbol cercano, en cuya base descansaba una mochila.
—Mi ropa... —Ayame ahogó una exclamación. Pero era evidente que, por mucho que estuviera deseando deshacerse de aquellos harapos de prisionera que dejaban su sello al aire, debía también esperar a que estuvieran en un sitio... más recogido.
—Déjame que coja la mochi... ¡hop! ...la mochila.
Iniciaron de nuevo la lenta marcha. Un pie tras otro, se internaron en el bosque, y Ayame recuperó enseguida su característica curiosidad.
—Estamos en el Valle de los Dojos —explicó Shanise, como si le hubiese leído el pensamiento—. En Hokutōmori, no sé si lo conocerás.
Ayame asintió en silencio, algo sombría. El Valle de los Dojos, donde todo había comenzado... era tan irónico que hubiese acabado también allí...
—Supongo que habrá muchas cosas que querrás preguntar, aparte de seguir agradeciéndome. Cuando quieras.
No se lo tuvo que pedir dos veces.
—¿Cómo... cómo lo habéis conseguido? Revertir de nuevo el sello, quiero decir. ¿Quiénes eran esos ancianos?
—Venga, va, ya está. Ya está. Vámonos de aquí.
Ayame asintió, sorbiéndose la nariz, y se obligó a separarse de la mujer. Shanise la obligó a bajar de la mesa de piedra y a reincorporarse. La muchacha aceptó su ayuda y se apoyó en ella para caminar, aunque era evidente que se estaba esforzando por moverse por sí misma sin ayuda. Sin demasiado éxito, todo hay que decirlo. Salieron de aquel curioso templo que se abría al aire, y Ayame respiró hondo, impregnándose del exterior.
—Te he traído tu ropa, pero supongo que querrás cambiarte en un... sitio mejor —dijo Shanise, mientras se acercaban a un árbol cercano, en cuya base descansaba una mochila.
—Mi ropa... —Ayame ahogó una exclamación. Pero era evidente que, por mucho que estuviera deseando deshacerse de aquellos harapos de prisionera que dejaban su sello al aire, debía también esperar a que estuvieran en un sitio... más recogido.
—Déjame que coja la mochi... ¡hop! ...la mochila.
Iniciaron de nuevo la lenta marcha. Un pie tras otro, se internaron en el bosque, y Ayame recuperó enseguida su característica curiosidad.
—Estamos en el Valle de los Dojos —explicó Shanise, como si le hubiese leído el pensamiento—. En Hokutōmori, no sé si lo conocerás.
Ayame asintió en silencio, algo sombría. El Valle de los Dojos, donde todo había comenzado... era tan irónico que hubiese acabado también allí...
—Supongo que habrá muchas cosas que querrás preguntar, aparte de seguir agradeciéndome. Cuando quieras.
No se lo tuvo que pedir dos veces.
—¿Cómo... cómo lo habéis conseguido? Revertir de nuevo el sello, quiero decir. ¿Quiénes eran esos ancianos?