2/02/2019, 22:26
(Última modificación: 2/02/2019, 23:09 por Aotsuki Ayame. Editado 1 vez en total.)
—Bah —bufó Shanise en respuesta, apartando la mirada—. Supongo que te haces de querer.
Y Ayame no pudo evitar sonreír.
—Bueno, ¿nos vamos ya? Yo no he viajado en una carreta como tú. Estoy hecha polvo. Creo que me apetece estar el resto de la tarde en el hotel ya. Puedes darte una vuelta por el Valle si quieres, pero no salgas de él, e intenta no llamar mucho la atención. Te recuerdo que fuiste subcampeona en el Torneo. Te reconocerán si no tienes cuidado, y lo último que queremos es que el rumor de que andas por aquí llegue a oídos de Kurama y nos tiendan una emboscada de vuelta a Amegakure.
—Bueno... aunque haya viajado en un carro —Cosa de la que ni siquiera se acordaba, ya que habían dejado a Kokuō inconsciente antes de transportarla—, yo también estoy bastante cansada. Si doy una vuelta será por los alrededores, no me alejaré.
Y así lo hizo. Después de despedirse de Shanise cerca del hotel, Ayame echó a andar sin una dirección concreta mientras el sol comenzaba a declinar por el horizonte. Lo cierto es que la sola idea de meterse en una habitación, de verse encerrada de nuevo entre cuatro paredes, la aterrorizaba hasta el punto de que le creaba una amarga ansiedad en el pecho cada vez que pensaba en ello.
Los pasos de Ayame se detuvieron en una colina cercana, donde los grillos comenzaban a corear la llegada de la noche.
«No puedo desarrollar ahora una claustrofobia, bastante tengo ya con el miedo a la oscuridad.» Se dijo, sombría. Pero ser consciente de ello no ayudaba a eliminar aquellos sentimientos que habían echado raíces en su mente.
Y tampoco ayudaban los nervios por lo que estaba a punto de hacer. Si Shanise se enteraba, después de todo lo que había hecho por ella...
Ayame se llevó una mano al pecho, inspiró hondo lentamente y cerró los ojos durante unos segundos, tratando de serenarse. Lo cierto era que le gustaría poder llevar a cabo su idea lejos del Valle de los Dojos, completamente a solas. Sólo por lo que pudiera suceder. Pero dudaba mucho que Kokuō tuviese la paciencia necesaria para esperar a que se le presentara una oportunidad así. Y mejor hacerlo allí que en mitad de Amegakure.
No trascurrieron ni diez minutos antes de que la muchacha girara sobre sus talones y deshiciera el camino andado.
Al final había dejado la ventana abierta y la lamparita encendida. Eso no quitaba que las paredes siguieran rodeándola y que se estuviese haciendo de noche paulatinamente, pero, de alguna manera, aliviaba su ansiedad el saber que tenía una vía de escape al alcance de la mano.
—Vamos allá... —susurró Ayame, apoyando la espalda en el cabecero de la cama, cruzándose de piernas en el colchón y colocando sendas manos sobre sus tobillos.
Cerró los ojos y, con un profundo suspiro, se sumergió en lo más profundo de su subconsciente.
Habría pagado cualquier precio para no tener que ver aquel paisaje de nuevo; o al menos, tan pronto: las hojas otoñales crujían bajo la suela de sus botas, el bosque caducifolio teñido de colores ocres susurraba a su alrededor, y el eterno atardecer seguía inundando el ambiente de aquella mortecina luz anaranjada. Con un ligero estremecimiento, Ayame siguió adelante, con una dirección muy bien establecida en su mente.
Y no tardó ni cinco minutos en llegar a su destino.
La inamovible jaula seguía dispuesta en aquel claro que tan bien conocía, pero esta vez contenía en su interior a una gigantesca bestia con cuerpo de caballo y cabeza de cetáceo, con cuatro formidables cuernos sobre su cabeza y cinco colas tras su espalda, que a duras penas podía siquiera moverse, contenida en su interior como estaba.
—Kokuō... —pronunció Ayame, angustiada al verla así.
Tal y como ella misma había estado hasta hacía apenas unas horas.
Y Ayame no pudo evitar sonreír.
—Bueno, ¿nos vamos ya? Yo no he viajado en una carreta como tú. Estoy hecha polvo. Creo que me apetece estar el resto de la tarde en el hotel ya. Puedes darte una vuelta por el Valle si quieres, pero no salgas de él, e intenta no llamar mucho la atención. Te recuerdo que fuiste subcampeona en el Torneo. Te reconocerán si no tienes cuidado, y lo último que queremos es que el rumor de que andas por aquí llegue a oídos de Kurama y nos tiendan una emboscada de vuelta a Amegakure.
—Bueno... aunque haya viajado en un carro —Cosa de la que ni siquiera se acordaba, ya que habían dejado a Kokuō inconsciente antes de transportarla—, yo también estoy bastante cansada. Si doy una vuelta será por los alrededores, no me alejaré.
Y así lo hizo. Después de despedirse de Shanise cerca del hotel, Ayame echó a andar sin una dirección concreta mientras el sol comenzaba a declinar por el horizonte. Lo cierto es que la sola idea de meterse en una habitación, de verse encerrada de nuevo entre cuatro paredes, la aterrorizaba hasta el punto de que le creaba una amarga ansiedad en el pecho cada vez que pensaba en ello.
Los pasos de Ayame se detuvieron en una colina cercana, donde los grillos comenzaban a corear la llegada de la noche.
«No puedo desarrollar ahora una claustrofobia, bastante tengo ya con el miedo a la oscuridad.» Se dijo, sombría. Pero ser consciente de ello no ayudaba a eliminar aquellos sentimientos que habían echado raíces en su mente.
Y tampoco ayudaban los nervios por lo que estaba a punto de hacer. Si Shanise se enteraba, después de todo lo que había hecho por ella...
Ayame se llevó una mano al pecho, inspiró hondo lentamente y cerró los ojos durante unos segundos, tratando de serenarse. Lo cierto era que le gustaría poder llevar a cabo su idea lejos del Valle de los Dojos, completamente a solas. Sólo por lo que pudiera suceder. Pero dudaba mucho que Kokuō tuviese la paciencia necesaria para esperar a que se le presentara una oportunidad así. Y mejor hacerlo allí que en mitad de Amegakure.
No trascurrieron ni diez minutos antes de que la muchacha girara sobre sus talones y deshiciera el camino andado.
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Al final había dejado la ventana abierta y la lamparita encendida. Eso no quitaba que las paredes siguieran rodeándola y que se estuviese haciendo de noche paulatinamente, pero, de alguna manera, aliviaba su ansiedad el saber que tenía una vía de escape al alcance de la mano.
—Vamos allá... —susurró Ayame, apoyando la espalda en el cabecero de la cama, cruzándose de piernas en el colchón y colocando sendas manos sobre sus tobillos.
Cerró los ojos y, con un profundo suspiro, se sumergió en lo más profundo de su subconsciente.
. . .
Habría pagado cualquier precio para no tener que ver aquel paisaje de nuevo; o al menos, tan pronto: las hojas otoñales crujían bajo la suela de sus botas, el bosque caducifolio teñido de colores ocres susurraba a su alrededor, y el eterno atardecer seguía inundando el ambiente de aquella mortecina luz anaranjada. Con un ligero estremecimiento, Ayame siguió adelante, con una dirección muy bien establecida en su mente.
Y no tardó ni cinco minutos en llegar a su destino.
La inamovible jaula seguía dispuesta en aquel claro que tan bien conocía, pero esta vez contenía en su interior a una gigantesca bestia con cuerpo de caballo y cabeza de cetáceo, con cuatro formidables cuernos sobre su cabeza y cinco colas tras su espalda, que a duras penas podía siquiera moverse, contenida en su interior como estaba.
—Kokuō... —pronunció Ayame, angustiada al verla así.
Tal y como ella misma había estado hasta hacía apenas unas horas.