22/03/2019, 01:49
«¡Dale más fuerte! ¡Venga, joder!»
El sonido de una respiración acelerada le martilleaba los oídos, colapsados ante el griterío y alboroto a su alrededor.
«¡Mátalo! ¡Mata a ese cabrón!»
La tierra húmeda y fría bajo sus pies apestaba, y el olor a varios tipos de alcohol derramado, sudor y en definitiva, toda la humanidad que se concentraba allí abajo le inundaba las fosas nasales con aquel regusto acre.
«¿¡Eso es lo mejor que puedes hacer!? ¡Me cago en Amenokami, usa la zurda también, hostias!»
Al frente, una figura mucho más corpulenta y musculosa que la suya propia se balanceaba con mucha agresividad y muy poca técnica; algo demasiado evidente para él. Incluso sus abotargados sentidos, empañados por los cuatro lingotazos de whisky que se había tomado antes de entrar en el precario ring —que no consistía más que en cuatro vallas de madera dispuestas formando un cuadrilátero que separara a los asistentes de los dos peleadores—, eran capaces de entender los movimientos del contrario. Su fuerza bruta, sin control, no le servía de nada. Sus movimientos eran poco meditados, impulsivos y...
«¡¡Yeeehaaa!! ¡Así se hace!»
El muchacho retrocedió unos cuantos pasos, tambaleándose como un junco al viento, mientras su cabeza trataba de procesar el hecho de que había recibido un reverendo puñetazo en toda la mejilla que ni siquiera se había visto venir. «Esto es... Lamentable...», se flageló, y mientras lo hacía su contrincante tuvo tiempo de encajarle otro golpe más, esta vez en el estómago. El joven se arqueó, boqueando en un intento desesperado por cazar el aire que se le escapaba por los labios entreabiertos, mientras a su alrededor el ilustre público de aquel espectáculo brutal y tremendamente ilegal estallaba como una ristra de petardos. Las reacciones eran comprensibles, cada cual pegada a la suerte del parroquiano según hubiera decidido depositar sus billetes en la "opción A" o en la "opción B". La "A", claro, era el gorila; un tipo que debía medir algo más de metro noventa, unos cien kilos —a ojo de buen cubero— de músculo, grasa y mucha mala hostia. La "B", un muchachito que en realidad tenía dieciséis años pero aparentaba unos cuantos más, flacucho y con aspecto de estar a punto de morir por tuberculosis o alguna otra enfermedad altamente indeseable. Su piel había perdido el bronceado que un día la bañara para adoptar un malsano tono aceitunado, y el pelo que le caía a descuidados mechones por el rostro ocultaba —a veces— las terribles quemaduras que dominaban parte del mismo.
No había que ser un genio para apostar al caballo ganador, especialmente teniendo en cuenta que el otro merecía más bien la consideración de mula; coja y desdentada, como mínimo. Para algún ingenioso hombre de negocios en ciernes, pudiera parecer atractiva la opción de, ante semejantes precedentes, "arreglar" el combate para desplumar a los parroquianos con un inesperado resultado. Sin embargo, en el Club de la Trucha quien mandaba era el "Sargento" Tachibana, y a este no le gustaba correr riesgos; algunos decían que una herencia de carácter de su pasado como militar en el ejército del Daimyo, y otros que simplemente odiaba más perder dinero que no ganarlo. De modo que, desde el primer momento en el que aquel jovencito de pelo enmarañado y dientes azulados se había metido entre las cuatro vallas de madera del ring, su suerte había sido echada... Y él se había asegurado de que aquel porvenir no le viniera demasiado mal. Unos cuantos billetes —los suficientes para pillar medio gramo de "magia azul"—, los chupitos de whisky que se había tomado antes de la pelea, y un rellenado —hasta la mitad— de su fiel calabaza con el sake más barato del bar que se ubicaba escaleras arriba, la cara legal del negocio del Sargento Tachibana.
—¡YAAAARGH!
Con una feroz embestida, el imponente Opción A se abalanzó sobre el menudo y politoxicómano Opción B. El muchacho esquivó un par de puñetazos, que llevaban más mala intención que buena puntería, agachándose torpemente, y contraatacó con uno de su propia cosecha. Sus brazos, pese a ser raquíticos, revelaban que aquel chico había tenido en su momento una forma física si bien no poderosa, suficientemente atlética como para el desempeño de su anterior profesión. Los huesudos nudillos alcanzaron exactamente el hígado de aquella mole, arrancándole un sincerísimo bufido de dolor y haciéndole encorvarse notablemente en toda su estatura. Algunos entre el público dejaron escapar maldiciones y ahogados lamentos ante la —por un momento factible en apariencia— posibilidad de que la hormiga venciese al elefante y ellos vieran todo su dinero marcharse como una amante despechada, pero no así el Sargento. Desde su privilegiada posición tras el gentío, Tachibana sabía perfectamente que aquel chico no haría intento alguno por ganar; aquel puñetazo había sido apenas una mentira piadosa, para no levantar sospechas. Porque el Sargento nunca arriesgaba.
Akame se irguió, dolorido y mareado. El mundo a su alrededor se había vuelto incómodamente borroso y ya se empezaba a notar la boca seca. «¿Cuánto queda, joder...?» se dijo, pensando ya en el chute de después y en su calabaza llena de sake caliente. Ni siquiera vio venir el golpe final.
El público rugió cuando Opción A tumbó al Uchiha de un gancho de diestra en toda la mandíbula, y él simplemente se quedó allí, tumbado boca arriba tratando de mantener la consciencia, sobre el barro, las cervezas derramadas y los desperdicios que algunos de los parroquianos habían arrojado al ring durante el combate. Ahora la multitud se dispersaba por momentos, ya fuese para recoger sus ganancias —la mayoría—, para lamentarse —la patética minoría que, en un alarde de optimismo o ingenuidad, había apostado por Uchiha Akame "Opción B"— o para pedir una nueva jarra de cerveza —todos—. El Sargento, mientras, repasaba el resto de la "programación nocturna" en su fiel libreta. Aquella noche le había fallado uno de los púgiles, y si bien tenía claro que ajustaría cuentas con el tipo más tarde, en ese momento lo que apremiaba era encontrar un sustituto. Así que el Sargento Tachibana —nada modesto— decidió sacar a pasear su "ojo veterano", del que presumía siempre que tenía ocasión, y escudriñar a los ilustres asistentes que se agolpaban en aquel sótano en busca de un potencial socio para la siguiente media hora.