23/03/2019, 19:32
Había algo en común entre aquél hombre magullado y desnutrido con el que una vez fue el reconocido Umikiba Kaido. Ambos, sin saberlo, se escondían detrás de un velo de subterfugio pues, por las distintas circunstancias que magullaron su existencia, ya no debían ser quienes fueron alguna vez. Dos shinobi de gran trascendencia que estaban muertos, a la vez, sin realmente estarlo.
Uno, irreconocible, se fungía en una intensa batalla clandestina en el hueco más profundo de un tugurio de Tanzaku. Tenía los dientes tintados, víctimas de los deseos prohibidos de aquella pasta tan maligna —como la consideraba Shaneji—. y fácilmente podría pasar desapercibido como un yonqui de mierda. Uno de tantos de los que se mueven por la Capital del País del Fuego. Otro, escondido tras una capa de sombras negra que aletargaban el intenso color azul de su piel para no levantar sospechas. Mezclado entre la muchedumbre y observando el transcurso del letárgico combate entre opción A, y opción B.
Su vívida percepción le permitió notar dos cosas: que la mole de dos metros era un cúmulo de carne e ira. Para ganar batallas aquello no era suficiente. Y cualquiera lo entendería con los primeros vestigios de victoria que mostró el otro muchacho, con tan grotesca quemadura cubriéndole parte del rostro. Un golpe por aquí y por allá, de a momentos los movimientos de pie de alguien que tuvo que haber sido entrenado antes, una agilidad fugaz que superaba a la de la mole, y otras características que el ojo experimentado del gyojin fue captando de cuándo en vez. Quizás, era el único que tenía la impresión de que el yonqui era más que un débil ciudadano rascando un par de monedas a costa de recibir una paliza.
O que, alguna vez, lo fue; desde luego.
Por eso se sintió bastante decepcionado —por no decir otra cosa—. cuando el cuerpo de Akame quedó tumbado en el suelo, con los ojos debatiéndose entre el dolor y la añoranza por el premio que obtendría de consolación una vez dado finalizado el combate. La hedionda muchedumbre se apartó entre alaridos y maldiciones a reverberar sus energías para el próximo encuentro, y se apartaron de la solitaria figura del encapuchado azul que se mantuvo impertérrito en su asiento.
Tan sólo unos largos mechones aguamarina se asomaban desde la oscuridad de la capa, y a contra luz, el filo de un manojo de dientes en hilera sonreía con extrema curiosidad.
Uno, irreconocible, se fungía en una intensa batalla clandestina en el hueco más profundo de un tugurio de Tanzaku. Tenía los dientes tintados, víctimas de los deseos prohibidos de aquella pasta tan maligna —como la consideraba Shaneji—. y fácilmente podría pasar desapercibido como un yonqui de mierda. Uno de tantos de los que se mueven por la Capital del País del Fuego. Otro, escondido tras una capa de sombras negra que aletargaban el intenso color azul de su piel para no levantar sospechas. Mezclado entre la muchedumbre y observando el transcurso del letárgico combate entre opción A, y opción B.
Su vívida percepción le permitió notar dos cosas: que la mole de dos metros era un cúmulo de carne e ira. Para ganar batallas aquello no era suficiente. Y cualquiera lo entendería con los primeros vestigios de victoria que mostró el otro muchacho, con tan grotesca quemadura cubriéndole parte del rostro. Un golpe por aquí y por allá, de a momentos los movimientos de pie de alguien que tuvo que haber sido entrenado antes, una agilidad fugaz que superaba a la de la mole, y otras características que el ojo experimentado del gyojin fue captando de cuándo en vez. Quizás, era el único que tenía la impresión de que el yonqui era más que un débil ciudadano rascando un par de monedas a costa de recibir una paliza.
O que, alguna vez, lo fue; desde luego.
Por eso se sintió bastante decepcionado —por no decir otra cosa—. cuando el cuerpo de Akame quedó tumbado en el suelo, con los ojos debatiéndose entre el dolor y la añoranza por el premio que obtendría de consolación una vez dado finalizado el combate. La hedionda muchedumbre se apartó entre alaridos y maldiciones a reverberar sus energías para el próximo encuentro, y se apartaron de la solitaria figura del encapuchado azul que se mantuvo impertérrito en su asiento.
Tan sólo unos largos mechones aguamarina se asomaban desde la oscuridad de la capa, y a contra luz, el filo de un manojo de dientes en hilera sonreía con extrema curiosidad.