26/03/2019, 20:18
Ayame se detuvo al fin, con los pies a punto de estallar de dolor. Lentamente, descendió la ladera de la colina y se acercó con cautela a la orilla del río. Se sentó, sin importarle lo húmedo de la tierra, y tras descalzarse de sus botas de ninja metió los pies en el agua.
—¡Ah...! —exhaló, con un gemido de alivio cuando las corrientes lamieron sus pies y se llevaron con ellas el abrasador fuego del cansancio.
Llevaba largo tiempo caminando sin descanso. Desde Tane Shigai, donde durante su corta estadía había escuchado los rumores que habían despertado a su insaciable curiosidad, había sido un largo día de viaje. Pero todo valía ahora la pena; pues frente a sus ojos, y dividiendo en dos el río que discurría hacia el norte de camino a su desembocadura, se alzaba el árbol más grande que había visto en toda su vida. Ayame calculaba que se necesitarían varias decenas de personas cogidas de las manos para poder abarcar el diámetro de su increíble tronco, que se alzaba hacia el cielo desplegando largas ramas a modo de brazos que parecían querer perforar las nubes. La primavera, además, había engalanado a aquel gigante con sus mejores dotes, y entre sus hojas verdes se apreciaban una infinidad de delicadas flores blancas a las que el viento arrancaba los pétalos, haciéndolos volar como palomas. Aquel era uno de los mayores orgullos de todo el País del Bosque: era el Árbol Sagrado.
—Menuda maravilla... —comentó para sí, apoyando sendos brazos tras su espalda para sostener el peso de su cuerpo—. Creo que es más grande que cualquiera de los rascacielos de Amegakure, ¡más grande que la Torre de Yui-sama! ¿Te imaginas que en lugar de rascacielos tuviésemos árboles, Kokuō?
Y Ayame frunció los labios y entrecerró los ojos ligeramente.
—Jo. Cuando quieres eres una borde.
—¡Ah...! —exhaló, con un gemido de alivio cuando las corrientes lamieron sus pies y se llevaron con ellas el abrasador fuego del cansancio.
Llevaba largo tiempo caminando sin descanso. Desde Tane Shigai, donde durante su corta estadía había escuchado los rumores que habían despertado a su insaciable curiosidad, había sido un largo día de viaje. Pero todo valía ahora la pena; pues frente a sus ojos, y dividiendo en dos el río que discurría hacia el norte de camino a su desembocadura, se alzaba el árbol más grande que había visto en toda su vida. Ayame calculaba que se necesitarían varias decenas de personas cogidas de las manos para poder abarcar el diámetro de su increíble tronco, que se alzaba hacia el cielo desplegando largas ramas a modo de brazos que parecían querer perforar las nubes. La primavera, además, había engalanado a aquel gigante con sus mejores dotes, y entre sus hojas verdes se apreciaban una infinidad de delicadas flores blancas a las que el viento arrancaba los pétalos, haciéndolos volar como palomas. Aquel era uno de los mayores orgullos de todo el País del Bosque: era el Árbol Sagrado.
—Menuda maravilla... —comentó para sí, apoyando sendos brazos tras su espalda para sostener el peso de su cuerpo—. Creo que es más grande que cualquiera de los rascacielos de Amegakure, ¡más grande que la Torre de Yui-sama! ¿Te imaginas que en lugar de rascacielos tuviésemos árboles, Kokuō?
«Sí. Se llama Kusagakure.»
Y Ayame frunció los labios y entrecerró los ojos ligeramente.
—Jo. Cuando quieres eres una borde.