27/03/2019, 21:10
Caminaban por las calles de Uzu en dirección a un lugar que Akame conocía bien; el Edificio del Uzukage. Allí, una mujer llamada Uzumaki Shiona había plantado en él la semilla del Remolino; del amor, de la fraternidad, de la lealtad. El Uchiha había recorrido su propio camino, sí, pero sin duda la difunta Uzukage había jugado un papel excepcional a lo largo del mismo. No sólo en vida, sino también en la muerte, porque sus enseñanzas habían trascendido a su propia persona —que no era decir poco— para calar en lo más hondo de aquel muchacho. ¿Qué hubiera sido de Akame sin las sabias enseñanzas de aquella que era considerada por todos los ninjas como una madre? Probablemente hubiese caído en la tentación de la venganza sangrienta, perpetuando una antigua maldición que azotó a su linaje tiempo ha, cualquiera de las veces que ésta se le había presentado. ¿O se habría rendido ante Zoku, quien sólo sabía odiar, llevando al Remolino a un destino atroz?
Nadie lo sabría nunca. Ni siquiera él mismo.
Mientras andaban, Akame se fumaba otro cigarro contemplando el precioso atardecer con el gozo de quien admira las flores de su jardín que con tanto mimo ha cuidado y visto crecer. Se cruzaron con un grupete de niños que corría, riendo, probablemente en dirección al parque —a juzgar por el balón que uno de ellos llevaba bajo el brazo—. Luego vieron a una pareja de ancianos que paseaba del brazo, apaciblemente, y Akame les dedicó una inclinación de cabeza. Todavía se acordaba de ellos; les había ayudado a arrancar las malas hierbas de su jardín trasero como parte de una misión de bajo rango, cuando todavía era un gennin recién salido de la Academia. «Ha llovido tanto desde entonces...», se dijo el joven jounin. Y vaya que si lo había hecho.
Cuando el rumor de las fuertes corrientes que rodeaban al Edificio del Uzukage llegó hasta sus oídos, Akame apretó el paso. La visita de Raito y su petición guardaban un gran secretismo que el Uchiha estaba deseando conocer; todo apuntaba a que se trataría de alguna peligrosa misión muy importante para la Villa, algo que, como bien sabía Hanabi, podía ser encomendado al joven Akame.
«A la vuelta pasaré por esa floristería tan bonita, compraré un ramo de jazmines, narcisos y margaritas y me iré directamente a casa de Yume. Seguro que le agradará la sorpresa, últimamente ha estado entrenando muy duro y debe estar cansada...»
Nadie lo sabría nunca. Ni siquiera él mismo.
Mientras andaban, Akame se fumaba otro cigarro contemplando el precioso atardecer con el gozo de quien admira las flores de su jardín que con tanto mimo ha cuidado y visto crecer. Se cruzaron con un grupete de niños que corría, riendo, probablemente en dirección al parque —a juzgar por el balón que uno de ellos llevaba bajo el brazo—. Luego vieron a una pareja de ancianos que paseaba del brazo, apaciblemente, y Akame les dedicó una inclinación de cabeza. Todavía se acordaba de ellos; les había ayudado a arrancar las malas hierbas de su jardín trasero como parte de una misión de bajo rango, cuando todavía era un gennin recién salido de la Academia. «Ha llovido tanto desde entonces...», se dijo el joven jounin. Y vaya que si lo había hecho.
Cuando el rumor de las fuertes corrientes que rodeaban al Edificio del Uzukage llegó hasta sus oídos, Akame apretó el paso. La visita de Raito y su petición guardaban un gran secretismo que el Uchiha estaba deseando conocer; todo apuntaba a que se trataría de alguna peligrosa misión muy importante para la Villa, algo que, como bien sabía Hanabi, podía ser encomendado al joven Akame.
«A la vuelta pasaré por esa floristería tan bonita, compraré un ramo de jazmines, narcisos y margaritas y me iré directamente a casa de Yume. Seguro que le agradará la sorpresa, últimamente ha estado entrenando muy duro y debe estar cansada...»