27/03/2019, 21:21
El Sargento Tachibana cazó al instante aquel "yo" tan azul y repleto de dientes como cuchillos. Ni siquiera era necesario disponer de un ojo veterano como el suyo para darse cuenta de que aquel monstruito antropomorfo se veía extremadamente intimidante; no sólo por su antinatural aspecto, cuyas facciones recordaban a las de un depredador natural, sino por su cuerpo bien musculado y su mirada desafiante. Cuando llevabas en los bajos negocios tanto tiempo como el Sargento, aprendías a reconocer a simple vista a los tipos peligrosos; y Kaido lo era. Exactamente la clase de hombre que él estaba buscando en ese momento, alguien que sin duda inclinaría todas las apuestas a su favor en la balanza imaginaria que Tachibana colocaba ante sus clientes... Y especialmente tratándose de que su oponente era el yonki Calabaza, por quien sólo los nuevos o los poco avispados apostaban siquiera un ryo.
—¡Bien, coño, eso es un tío! —bramó el Sargento, indicando a Kaido que entrara en la paupérrima arena. Uno de los hombres que la rodeaba había retirado un tablón de madera lo justo para que el Gyojin pudiera pasar—. ¿Cómo es tu nombre, sardina con patas? —quiso saber luego.
Mientras todo aquello transcurría y el griterío del público iba en aumento a la par que la excitación por ver a semejante engendro de la naturaleza pelear, para el otro combatiente el tiempo parecía pasar con extrema lentitud. Incluso a pesar de esta medio borracho y con el mono amenazando con salir a la superficie, Akame había reconocido perfectamente a su oponente. ¿A qué habitante de Oonindo podría olvidársele jamás aquella sonrisa bravucona y serrada, aquellas escamas del color del océano, aquellos ojos desafiantes?
«K... Kaido... Umikiba Kaido...»
A Calabaza empezaron a temblarle las piernas. Bajo sus raídos pantalones —repletos de rotos y descosidos, y manchados de barro en los bajos—, la vejiga del antaño jounin de Uzushiogakure luchaba por no liberar de inmediato todo su contenido. Normalmente Calabaza siempre peleaba contra matones de segunda, sicarios trasnochados cuya mejor hora ya había pasado y aspirantes a luchadores profesionales que acudían —engañados— con la pretensión de lanzar su carrera desde aquel agujero. Contra ninguno de aquellos peleadores había sentido jamás aquel muchacho miedo o temor; porque sabía que la cuenta que tendría que pagar serían apenas unos cuantos moratones, quizás una nariz sangrante si tenía mala suerte. Pero contra aquel sanguinario shinobi de la Lluvia... Akame sentía que su vida corría peligro real. Y no sólo porque Kaido pudiera matarle si se le daba la gana, sino porque una pizca de mala suerte bastaría para que El Tiburón de Amegakure le reconociese...
¿O no?
—¡Venga, que empiecen las hostias! —rugió el Sargento Tachibana, dando por comenzada la pelea. Akame se encogió sobre sí mismo, alzando tímidamente la guardia y separando un poco sus pies descalzos para lograr un mejor equilibrio.
—¡Bien, coño, eso es un tío! —bramó el Sargento, indicando a Kaido que entrara en la paupérrima arena. Uno de los hombres que la rodeaba había retirado un tablón de madera lo justo para que el Gyojin pudiera pasar—. ¿Cómo es tu nombre, sardina con patas? —quiso saber luego.
Mientras todo aquello transcurría y el griterío del público iba en aumento a la par que la excitación por ver a semejante engendro de la naturaleza pelear, para el otro combatiente el tiempo parecía pasar con extrema lentitud. Incluso a pesar de esta medio borracho y con el mono amenazando con salir a la superficie, Akame había reconocido perfectamente a su oponente. ¿A qué habitante de Oonindo podría olvidársele jamás aquella sonrisa bravucona y serrada, aquellas escamas del color del océano, aquellos ojos desafiantes?
«K... Kaido... Umikiba Kaido...»
A Calabaza empezaron a temblarle las piernas. Bajo sus raídos pantalones —repletos de rotos y descosidos, y manchados de barro en los bajos—, la vejiga del antaño jounin de Uzushiogakure luchaba por no liberar de inmediato todo su contenido. Normalmente Calabaza siempre peleaba contra matones de segunda, sicarios trasnochados cuya mejor hora ya había pasado y aspirantes a luchadores profesionales que acudían —engañados— con la pretensión de lanzar su carrera desde aquel agujero. Contra ninguno de aquellos peleadores había sentido jamás aquel muchacho miedo o temor; porque sabía que la cuenta que tendría que pagar serían apenas unos cuantos moratones, quizás una nariz sangrante si tenía mala suerte. Pero contra aquel sanguinario shinobi de la Lluvia... Akame sentía que su vida corría peligro real. Y no sólo porque Kaido pudiera matarle si se le daba la gana, sino porque una pizca de mala suerte bastaría para que El Tiburón de Amegakure le reconociese...
¿O no?
—¡Venga, que empiecen las hostias! —rugió el Sargento Tachibana, dando por comenzada la pelea. Akame se encogió sobre sí mismo, alzando tímidamente la guardia y separando un poco sus pies descalzos para lograr un mejor equilibrio.