29/03/2019, 03:03
Kaido no era un muchacho de enfermarse. ¿Y de pescar un resfriado? ¡mucho menos! que no se vivía en un País donde llovía todo el puto año para nada. Aquél clima vetusto de su tierra natal Amegakure templaba a sus ciudadanos, por lo general, ante menesteres tan nimios como pescar una gripe. Sin embargo, en el desierto todo era distinto. No era el agua, ni la humedad. Era sencillamente el rústico cambio entre las altas temperaturas matutinas y los descensos de la temperatura nocturno lo que causaba una dicotomía en aquellos que no estuvieran preparado para semejante incongruencia. Así que, como no podía ser de otra forma, el escualo sabía que iba a enfermar uno de estos días. Tenía que apurarse a salir de ahí, y victorioso. O lo lograba esa misma noche, o no lo lograría nunca.
Pero las probabilidades de su éxito descendían con cada paso que daba a su alrededor. Mientras más próximo estuviera de la Prisión del Yermo, más inclemente se volvía con sus allegados y más obsesivo con el plan trazado. Las dudas afloraban, la disconformidad hacía mella en su cerrada planificación. ¿Y si no había meditado sus opciones lo suficiente? ¿y su su plan carecía de la estructura necesaria para llevar a cabo tan peligrosa misión?
Ya no estaba tan seguro como antes. Su Muñeca de soporte sí que estaba enferma, sudando la fiebre. Tan roja y débil como un tomate a punto de podrirse.
A Tokore tendría que tenerla vigilada porque no confiaba del todo en ella.
Al jodido de Comadreja no sabía siquiera para qué cojones estaba acompañándoles si el único que iba a quedar en libertad era él, de todas formas. Y así quería cobrar más el hijo de la gran puta.
Y el tal Kincho. El puto Kincho de los huevos. Ese era —incluso por encima de una convaleciente Masumi—. su mayor preocupación.
Durante la larga caminata Kaido le dio tantas vueltas al asunto que no tuvo más remedio que presentarse a sí mismo una opción que, en un principio, había descartado. Se trataba de un as bajo la manga que no estaba del todo seguro de usar, pues no la consideraba lo suficientemente perfeccionada como para ponerla en uso. Lo cierto es que sentía que Kincho no le dejaba otra opción.
—¿A-alguien me r-refresca e-el plan de nuevo, por favor?
El gyojin le miró a los ojos, preocupado. Luego vio a Tokore, y finalmente a Comadreja. Kaido se detuvo en seco y llamó al segundo guardia para que se acercara.
—Esperad aquí un momento, chicos —dijo, mientras rodeaba a Kincho con su brazo tatuado—. Kincho y yo debemos hablar.
Segundos más tarde, ambos se perdieron en algún callejón aledaño. Para conversar.
Pero las probabilidades de su éxito descendían con cada paso que daba a su alrededor. Mientras más próximo estuviera de la Prisión del Yermo, más inclemente se volvía con sus allegados y más obsesivo con el plan trazado. Las dudas afloraban, la disconformidad hacía mella en su cerrada planificación. ¿Y si no había meditado sus opciones lo suficiente? ¿y su su plan carecía de la estructura necesaria para llevar a cabo tan peligrosa misión?
Ya no estaba tan seguro como antes. Su Muñeca de soporte sí que estaba enferma, sudando la fiebre. Tan roja y débil como un tomate a punto de podrirse.
A Tokore tendría que tenerla vigilada porque no confiaba del todo en ella.
Al jodido de Comadreja no sabía siquiera para qué cojones estaba acompañándoles si el único que iba a quedar en libertad era él, de todas formas. Y así quería cobrar más el hijo de la gran puta.
Y el tal Kincho. El puto Kincho de los huevos. Ese era —incluso por encima de una convaleciente Masumi—. su mayor preocupación.
Durante la larga caminata Kaido le dio tantas vueltas al asunto que no tuvo más remedio que presentarse a sí mismo una opción que, en un principio, había descartado. Se trataba de un as bajo la manga que no estaba del todo seguro de usar, pues no la consideraba lo suficientemente perfeccionada como para ponerla en uso. Lo cierto es que sentía que Kincho no le dejaba otra opción.
—¿A-alguien me r-refresca e-el plan de nuevo, por favor?
El gyojin le miró a los ojos, preocupado. Luego vio a Tokore, y finalmente a Comadreja. Kaido se detuvo en seco y llamó al segundo guardia para que se acercara.
—Esperad aquí un momento, chicos —dijo, mientras rodeaba a Kincho con su brazo tatuado—. Kincho y yo debemos hablar.
Segundos más tarde, ambos se perdieron en algún callejón aledaño. Para conversar.