26/10/2015, 23:35
—¡PAPÁ!
Se había despertado con un súbito chillido y un nuevo sobresalto. Las pesadillas habían vuelto a acosarla aquella noche, y en aquella ocasión el monstruo le arrancaba la vida a su padre en una nueva oleada de explosiones. Entre angustiados jadeos, Ayame trató de respirar hondo varias veces para serenarse. Todo su cuerpo tiritaba, y aún le costó algunos segundos darse cuenta de que no estaba empapada por aquella característica capa de sudor frío a la que estaba comenzando a acostumbrarse sino porque el cielo parecía querer descargar toda su furia acumulada en forma de lluvia.
«Era un sueño... sólo era ese maldito sueño...» Se repetía, una y otra vez.
Pero había algo en el ambiente que la inquietaba aún más. Estaba sentada junto a los restos de la moribunda hoguera que habían encendido la noche anterior, pero no había nadie atendiéndola. No había nadie que le recriminara sus sueños infantiles. No había nadie con ella, sencillamente.
—¿Papá? ¿Hermano...? —murmuró al aire, al tiempo que se reincorporaba. Pero sólo el estallido de un trueno en la lejanía respondió a su llamada.
Ayame se encogió ligeramente sobre sí misma, acongojada. Y así estuvo varios minutos, sin saber qué hacer. Una vocecilla en su interior le susurraba que debería quedarse allí hasta que sus familiares regresaran, que no era una buena idea alejarse... ¿Pero y si les había pasado algo mientras ella dormía? ¿Por qué no la habían avisado antes de desaparecer? Tragó saliva, debatiendo con su fuero interno sobre lo que debía hacer.
Finalmente, y quizás movida por una especie de hilos invisibles, Ayame se reincorporó y echó a andar sin un rumbo fijo, alejándose poco a poco de la linde del Bosque del País del Fuego donde habían pasado la noche. Tratando de calmar los alocados latidos de su corazón, Ayame descolgó la cantimplora que llevaba tras la espalda y le dio un par de buenos tragos. Paso a paso, lentamente, llegó a una especie de sendero embarrado que discurría a través de unos trigales completamente yermos e inertes. Pese a lo lúgubre del paisaje que la rodeaba, no dudó en seguir el camino para no terminar perdiéndose. Con suerte, incluso encontraría alguna pista sobre el paradero de su padre y su hermano mayor...
Sin embargo, lo que no esperaba era terminar frente a las puertas de una enorme mansión. En cualquier otra circunstancia se habría alegrado de encontrar señales de personas a las que pudiera preguntar o pedir cobijo; pero aquel lugar era totalmente contrapuesto a lo que cualquiera podría considerar "acogedor". La casa estaba completamente en ruinas. Las paredes, y las vigas de madera que las sostenían, parecía que podían colapsar en cualquier momento y el repiqueteo de la lluvia contra la estructura sólo le daba a la atmósfera un ambiente aún más tenebroso.
—A... aquí no encontraré a nadie que me pueda ayudar... —se dijo en voz alta, sólo por escuchar algo que no fuera aquella fantasmal lluvia, y se dio la vuelta.
Tenía que abandonar el lugar cuanto antes.
Se había despertado con un súbito chillido y un nuevo sobresalto. Las pesadillas habían vuelto a acosarla aquella noche, y en aquella ocasión el monstruo le arrancaba la vida a su padre en una nueva oleada de explosiones. Entre angustiados jadeos, Ayame trató de respirar hondo varias veces para serenarse. Todo su cuerpo tiritaba, y aún le costó algunos segundos darse cuenta de que no estaba empapada por aquella característica capa de sudor frío a la que estaba comenzando a acostumbrarse sino porque el cielo parecía querer descargar toda su furia acumulada en forma de lluvia.
«Era un sueño... sólo era ese maldito sueño...» Se repetía, una y otra vez.
Pero había algo en el ambiente que la inquietaba aún más. Estaba sentada junto a los restos de la moribunda hoguera que habían encendido la noche anterior, pero no había nadie atendiéndola. No había nadie que le recriminara sus sueños infantiles. No había nadie con ella, sencillamente.
—¿Papá? ¿Hermano...? —murmuró al aire, al tiempo que se reincorporaba. Pero sólo el estallido de un trueno en la lejanía respondió a su llamada.
Ayame se encogió ligeramente sobre sí misma, acongojada. Y así estuvo varios minutos, sin saber qué hacer. Una vocecilla en su interior le susurraba que debería quedarse allí hasta que sus familiares regresaran, que no era una buena idea alejarse... ¿Pero y si les había pasado algo mientras ella dormía? ¿Por qué no la habían avisado antes de desaparecer? Tragó saliva, debatiendo con su fuero interno sobre lo que debía hacer.
Finalmente, y quizás movida por una especie de hilos invisibles, Ayame se reincorporó y echó a andar sin un rumbo fijo, alejándose poco a poco de la linde del Bosque del País del Fuego donde habían pasado la noche. Tratando de calmar los alocados latidos de su corazón, Ayame descolgó la cantimplora que llevaba tras la espalda y le dio un par de buenos tragos. Paso a paso, lentamente, llegó a una especie de sendero embarrado que discurría a través de unos trigales completamente yermos e inertes. Pese a lo lúgubre del paisaje que la rodeaba, no dudó en seguir el camino para no terminar perdiéndose. Con suerte, incluso encontraría alguna pista sobre el paradero de su padre y su hermano mayor...
Sin embargo, lo que no esperaba era terminar frente a las puertas de una enorme mansión. En cualquier otra circunstancia se habría alegrado de encontrar señales de personas a las que pudiera preguntar o pedir cobijo; pero aquel lugar era totalmente contrapuesto a lo que cualquiera podría considerar "acogedor". La casa estaba completamente en ruinas. Las paredes, y las vigas de madera que las sostenían, parecía que podían colapsar en cualquier momento y el repiqueteo de la lluvia contra la estructura sólo le daba a la atmósfera un ambiente aún más tenebroso.
—A... aquí no encontraré a nadie que me pueda ayudar... —se dijo en voz alta, sólo por escuchar algo que no fuera aquella fantasmal lluvia, y se dio la vuelta.
Tenía que abandonar el lugar cuanto antes.