30/03/2019, 14:03
(Última modificación: 30/03/2019, 14:05 por Umikiba Kaido. Editado 1 vez en total.)
Su demanda pareció hacer efecto en su oponente, y éste estuvo dispuesto —tanto como podía estarlo en su precaria condición—. a tomar una vez más la iniciativa, y tratar de atinar algún golpe al tiburón. Convaleciente después de aquél sórdido puñetazo, ahora era incluso más evidente su aproximación y sus movimientos ligeramente más lentos. Quizás, para un hombre no entrenado, supusiera ser una diferencia demasiado nimia y sutil para poder percatarse de ella. A los ojos de Kaido, y del Akame que alguna vez fue un gran shinobi de Uzushiogakure; aquellas pequeñas variaciones solían ser oro puro a la hora de combatir y enfrentar grandes desafíos. Dígase que Kaido podría haberse apoderado de la vanguardia y acabar con el sufrimiento del leproso de una vez por todas. Podía haber acabado la pelea ahí mismo, cuando calabaza arremetió contra él con paso descuidado y sin ninguna estrategia más que la de cumplir con su papel dentro del ring del Sargento Tachibana. Ser un jodido saco de boxeo.
Akame tuvo alguna vez, en sus tiempos de gloria, una percepción prodigiosa. Ahora aletargada por los vestigios de los estupefacientes que su cuerpo añoraba como sus pulmones al aire. Pero por un instante, la gloria de sus ojos le permitió ver muy lentamente como una sonrisa se dibujaba en el rostro del tiburón en cuánto su propio puño, sin ser detenido, acarició la mejilla cerúlea de Umikiba Kaido sin ver ningún tipo de oposición. El gyojin se había dejado golpear.
¿Por qué? ¿qué intentaba Kaido? quién sabe.
La cara se le torció con el débil impulso de los nudillos, y su cuerpo se echó hacia atrás ligeramente. No obstante, el tiburón aprovechó ese pequeño empuje para interceptar el segundo golpe dirigido a su estómago y sostenerle ese brazo a Akame a nivel del codo, aprisionándolo como una anaconda. Entonces hizo uso de la inercia y giró junto a él como si bailaran al vals mientras su otra mano —la izquierda, justo donde estaba el dragón—. se alzó de la nada y le permitió deslizar sus dedos alrededor del cuello de su oponente como cinco tentáculos que apretujaron con la suficiente potencia como para que el aire no fluyera como debía ser. Poco después, Calabaza se encontraba atropellado contra la delimitación final de uno de los rincones de la arena del Club de la Trucha, acorralado.
Tan cerca como tenía la Marca del Dragón, los músculos tensados de su extremidad hacían que los matices degradados de color rojo de aquél tatuaje le hicieran parecer vivo. Ese Dragón veía a Akame a los ojos. Y el tiburón, apretando cada vez más su cuello, también.
Entonces susurró, viéndole los dientes.
—Oh. ¿Lo sientes, verdad? la abstinencia golpeándote cada centímetro de tu cuerpo. La boca seca, la vista nublosa. Un constante tirite y un frío digno de las jodidas cordilleras de Tsukima, aún cuando estamos en este jodido estercolero sudando como unos puercos —aligeró un poco el agarre, aunque mantuvo la llave para que su presa no se le escapara—. los dientes te delatan. Quizás para todos estos párvulos ignorantes no resulte evidente, pero da la casualidad de que soy un hombre muy instruido en los efectos del Omoide. ¡De hecho! —¡Bam, bam! dos puñetazos al esternón y su costilla intercostal derecha como para mantener al público entretenido y que su palabreo pasara desapercibido—. tengo unos quinientos gramos esperándote en mi taberna. Son tuyos si... peleas de verdad.
Akame tuvo alguna vez, en sus tiempos de gloria, una percepción prodigiosa. Ahora aletargada por los vestigios de los estupefacientes que su cuerpo añoraba como sus pulmones al aire. Pero por un instante, la gloria de sus ojos le permitió ver muy lentamente como una sonrisa se dibujaba en el rostro del tiburón en cuánto su propio puño, sin ser detenido, acarició la mejilla cerúlea de Umikiba Kaido sin ver ningún tipo de oposición. El gyojin se había dejado golpear.
¿Por qué? ¿qué intentaba Kaido? quién sabe.
La cara se le torció con el débil impulso de los nudillos, y su cuerpo se echó hacia atrás ligeramente. No obstante, el tiburón aprovechó ese pequeño empuje para interceptar el segundo golpe dirigido a su estómago y sostenerle ese brazo a Akame a nivel del codo, aprisionándolo como una anaconda. Entonces hizo uso de la inercia y giró junto a él como si bailaran al vals mientras su otra mano —la izquierda, justo donde estaba el dragón—. se alzó de la nada y le permitió deslizar sus dedos alrededor del cuello de su oponente como cinco tentáculos que apretujaron con la suficiente potencia como para que el aire no fluyera como debía ser. Poco después, Calabaza se encontraba atropellado contra la delimitación final de uno de los rincones de la arena del Club de la Trucha, acorralado.
Tan cerca como tenía la Marca del Dragón, los músculos tensados de su extremidad hacían que los matices degradados de color rojo de aquél tatuaje le hicieran parecer vivo. Ese Dragón veía a Akame a los ojos. Y el tiburón, apretando cada vez más su cuello, también.
Entonces susurró, viéndole los dientes.
—Oh. ¿Lo sientes, verdad? la abstinencia golpeándote cada centímetro de tu cuerpo. La boca seca, la vista nublosa. Un constante tirite y un frío digno de las jodidas cordilleras de Tsukima, aún cuando estamos en este jodido estercolero sudando como unos puercos —aligeró un poco el agarre, aunque mantuvo la llave para que su presa no se le escapara—. los dientes te delatan. Quizás para todos estos párvulos ignorantes no resulte evidente, pero da la casualidad de que soy un hombre muy instruido en los efectos del Omoide. ¡De hecho! —¡Bam, bam! dos puñetazos al esternón y su costilla intercostal derecha como para mantener al público entretenido y que su palabreo pasara desapercibido—. tengo unos quinientos gramos esperándote en mi taberna. Son tuyos si... peleas de verdad.