2/04/2019, 19:08
«¿Esto... es en serio?»
Ni en sus más alocadas ideas Calabaza habría podido jamás imaginar lo que el Goyjin iba a proponerle. En un primer vistazo, había que admitir que tenía sentido. «¿Información?», bueno, sí, aquel muchacho adicto al omoide llevaba meses viviendo en los bajos fondos de Tanzaku Gai. Había aprendido a moverse por las calles sin llamar la atención, sabía quiénes eran los que mandaban en según qué zonas, conocía los puntos calientes de distribución de drogas e incluso algunos de los sicarios más famosos de la capital había llegado a insultarle alguna vez.
«¿Cien... Me ha dado cien ryos?» La paga parecía buenísima; al menos para alguien con los esquemas tan trastocados como aquel chico. Lo que ganaba en El Club de la Trucha dejándose golpear como un saco de arena apenas le alcanzaba para rellenar su calabaza de sake de mala calidad y pillarse medio gramo de omoide. Con cien ryos la noche, sería capaz de tirarse mucho más y de permitirse ese sake que servían en botella roja con un lazo junto al tapón. Sus ojos se iluminaron con la vana codicia del patético rata de calle que no tenía otra cosa en la vida más que rebañar las pocas migajas que otros más afortunados le dejaban.
—¿Nuestra misión? —preguntó, sagaz—. ¿Qué... Qué misión?
Cuando Kaido se dejó caer de culo al suelo, en clara muestra de gesto de confianza, Calabaza frunció el ceño con desconfianza renovada. El Tiburón seguía siendo un amejin, ¿no? ¿Cómo podía fiarse de él? «Mejor seguirle el rollo, por ahora... Si no me ha descubierto todavía, e intento resistirme y se monta una pelea, lo hará entonces...» El yonqui se dejó caer, resbalando su espalda por la pared que le servía de apoyo, hasta quedar sentado frente a Kaido.
—¿Y qué... Qué quieres que haga?
La mano derecha empezaba a temblarle violentamente; esa siempre era la peor. Calabaza trató de detenerla agarrándola con su zurda, como si de una rata extremadamente nerviosa se tratase.
Ni en sus más alocadas ideas Calabaza habría podido jamás imaginar lo que el Goyjin iba a proponerle. En un primer vistazo, había que admitir que tenía sentido. «¿Información?», bueno, sí, aquel muchacho adicto al omoide llevaba meses viviendo en los bajos fondos de Tanzaku Gai. Había aprendido a moverse por las calles sin llamar la atención, sabía quiénes eran los que mandaban en según qué zonas, conocía los puntos calientes de distribución de drogas e incluso algunos de los sicarios más famosos de la capital había llegado a insultarle alguna vez.
«¿Cien... Me ha dado cien ryos?» La paga parecía buenísima; al menos para alguien con los esquemas tan trastocados como aquel chico. Lo que ganaba en El Club de la Trucha dejándose golpear como un saco de arena apenas le alcanzaba para rellenar su calabaza de sake de mala calidad y pillarse medio gramo de omoide. Con cien ryos la noche, sería capaz de tirarse mucho más y de permitirse ese sake que servían en botella roja con un lazo junto al tapón. Sus ojos se iluminaron con la vana codicia del patético rata de calle que no tenía otra cosa en la vida más que rebañar las pocas migajas que otros más afortunados le dejaban.
—¿Nuestra misión? —preguntó, sagaz—. ¿Qué... Qué misión?
Cuando Kaido se dejó caer de culo al suelo, en clara muestra de gesto de confianza, Calabaza frunció el ceño con desconfianza renovada. El Tiburón seguía siendo un amejin, ¿no? ¿Cómo podía fiarse de él? «Mejor seguirle el rollo, por ahora... Si no me ha descubierto todavía, e intento resistirme y se monta una pelea, lo hará entonces...» El yonqui se dejó caer, resbalando su espalda por la pared que le servía de apoyo, hasta quedar sentado frente a Kaido.
—¿Y qué... Qué quieres que haga?
La mano derecha empezaba a temblarle violentamente; esa siempre era la peor. Calabaza trató de detenerla agarrándola con su zurda, como si de una rata extremadamente nerviosa se tratase.