2/04/2019, 23:40
Calabaza habría querido soltar una pedorreta bien sonora ante la lección de filosofía —muy acertada, por otra parte— del ninja azul. Para él había quedado tan claro que todas aquellas frases biensonantes, todas aquellas reglas y normas que regían el mundo, eran tan solo una patraña creada para embaucar a tontos como Uchiha Akame. Un ardid para mantener a los buenos shinobi bien ocupados y diligentes, siempre dispuestos a la tarea, hasta que llegase el día en el que tuvieran que ser reemplazados. Luego, la cadena de montaje que eran las Villas pondrían a otros en su lugar, a los que despojarían de su vida y de sus sueños, de sus sentimientos y de sus amigos, conocidos, amantes y familias. Para usarlos en su propio beneficio, para exprimirlos hasta que ya no quedara una sola gota en sus espíritus marchitos y entonces arrojarlos al tacho de la basura, junto a sus predecesores.
Eso era lo que opinaba Calabaza sobre todo aquello. Sin embargo, agradeció que Kaido se presentase por su nombre, por el simple hecho de que ayudaba a disipar las dudas de que el amejin estuviese allí con la intención de capturarle. ¿Por qué entonces habría dado su verdadera identidad? Sea como fuere, Calabaza estaba a punto de averiguar que, en realidad, El Tiburón ya no debía lealtad a la Lluvia... Sino a algo más.
Algo que Kaido le mostró al descubrir sus brazos, esos con los que le había golpeado brutalmente un rato antes, en El Club de la Trucha. El joven drogadicto recorrió la sinuosa figura de aquel dragón que parecía moverse bajo la piel del Gyojin. ¿Que si sabía lo que era? ¡Por todos los dioses! Aquel símbolo nunca se le olvidaría, no importaba cuánto whisky tomara. No por nada pertenecía a la banda de malnacidos que había asesinado a Koko. A Dragón Rojo. Incluso si aquella desgracia nunca hubiera ocurrido, la banda era famosa incluso en Tanzaku Gai; controlaban la distribución del omoide, del preciado omoide, y tenían fama de ser implacables. Brutales. Sanguinarios. Calabaza sólo había escuchado hablar de ellos de refilón, como si en realidad se tratasen de una leyenda negra de las calles que los camellos contaban a sus queridos yonquis antes de la hora de dormir. Y sin embargo, allí estaba. Un Dragón Rojo justo ante sus narices.
Y era nada menos que Umikiba Kaido.
El yonqui se pasó la lengua por los labios, resecos, con gesto nervioso. «¿Por qué cojones tiene Kaido ese tatuaje? ¿Un amejin en Dragón Rojo? Eso... Eso no puede ser...» Bajó la mirada, devolviéndola al chivato de magia azul con el que jugueteaban nerviosamente sus dedos desde hacía un rato.
—Eres... Eres de ellos. Eres de Dragón Rojo —admitió, sin poder creerlo—. Pero, ¿cómo...?
Se mordió la lengua. Había estado a punto de cagarla. Hizo un aspaviento de yonqui y reformuló.
—¿Qué quiere el d... El dragón de mí?
De repente, todo tenía un nuevo color. Porque allí, en Tanzaku Gai, ni siquiera el Dedo Amarillo se atrevería a tocar a un Dragón Rojo... Ni a sus amigos. Y a Akame le interesaba, le interesaba mucho, deshacerse de sus problemas monetarios con el Dedo Amarillo. Esbozando una mueca, siseó entre sus dientes tintados de azul.
—Yo... Quiero algo a cambio. Un favor.
Eso era lo que opinaba Calabaza sobre todo aquello. Sin embargo, agradeció que Kaido se presentase por su nombre, por el simple hecho de que ayudaba a disipar las dudas de que el amejin estuviese allí con la intención de capturarle. ¿Por qué entonces habría dado su verdadera identidad? Sea como fuere, Calabaza estaba a punto de averiguar que, en realidad, El Tiburón ya no debía lealtad a la Lluvia... Sino a algo más.
Algo que Kaido le mostró al descubrir sus brazos, esos con los que le había golpeado brutalmente un rato antes, en El Club de la Trucha. El joven drogadicto recorrió la sinuosa figura de aquel dragón que parecía moverse bajo la piel del Gyojin. ¿Que si sabía lo que era? ¡Por todos los dioses! Aquel símbolo nunca se le olvidaría, no importaba cuánto whisky tomara. No por nada pertenecía a la banda de malnacidos que había asesinado a Koko. A Dragón Rojo. Incluso si aquella desgracia nunca hubiera ocurrido, la banda era famosa incluso en Tanzaku Gai; controlaban la distribución del omoide, del preciado omoide, y tenían fama de ser implacables. Brutales. Sanguinarios. Calabaza sólo había escuchado hablar de ellos de refilón, como si en realidad se tratasen de una leyenda negra de las calles que los camellos contaban a sus queridos yonquis antes de la hora de dormir. Y sin embargo, allí estaba. Un Dragón Rojo justo ante sus narices.
Y era nada menos que Umikiba Kaido.
El yonqui se pasó la lengua por los labios, resecos, con gesto nervioso. «¿Por qué cojones tiene Kaido ese tatuaje? ¿Un amejin en Dragón Rojo? Eso... Eso no puede ser...» Bajó la mirada, devolviéndola al chivato de magia azul con el que jugueteaban nerviosamente sus dedos desde hacía un rato.
—Eres... Eres de ellos. Eres de Dragón Rojo —admitió, sin poder creerlo—. Pero, ¿cómo...?
Se mordió la lengua. Había estado a punto de cagarla. Hizo un aspaviento de yonqui y reformuló.
—¿Qué quiere el d... El dragón de mí?
De repente, todo tenía un nuevo color. Porque allí, en Tanzaku Gai, ni siquiera el Dedo Amarillo se atrevería a tocar a un Dragón Rojo... Ni a sus amigos. Y a Akame le interesaba, le interesaba mucho, deshacerse de sus problemas monetarios con el Dedo Amarillo. Esbozando una mueca, siseó entre sus dientes tintados de azul.
—Yo... Quiero algo a cambio. Un favor.