5/04/2019, 16:58
El yonqui se mantuvo en su sitio, como un cachorrillo asustado que ve, piensa y calla. La actitud de Kaido cada vez le hacía pensar más en cómo podía un ninja de Amegakure estar metido en semejantes embrollos; pero, ¿acaso Calabaza tenía alguna alternativa? Debía seguir el juego. Si el Tiburón quería algo de él, lo mejor era averiguar exactamente el qué... Y luego podría escabullirse. Escapar, esconderse, como tanto había hecho en los últimos meses. Ocultarse entre la mugre y la oscuridad era la única habilidad de Calabaza; y era rematadamente bueno en eso.
«¿Dragón Rojo pretende quedarse con el negocio del omoide en Tanzaku? Eso... Eso suena a problemas» pensó rápidamente el yonqui. Su aguzado instinto de supervivencia, propio de las ratas callejeras, le decía que mezclarse en semejante asunto era, a todas luces, una mala idea. «Pero si Dragón Rojo es más fuerte que el Dedo Amarillo... Y yo soy amigo de ellos...» ¡Todos sus problemas monetarios se verían resueltos!
«Por el momento, cautela, Calabaza. Hay que volar bajo... Enterarse de todo... Y luego, luego desaparecer.»
Kaido se puso en pie y el joven yonqui le siguió. El Tiburón quiso saber, y ante su pregunta, mientras caminaban por los callejones olvidados de aquel barrio, Calabaza se encogió de hombros.
—Lo que pueda pagar cada noche... Esta, gracias a ti... Será mágica —admitió, con una sonrisa azulada, mientras manoseaba su cargado chivato.
Los dos muchachos caminaron por los callejones mientras Calabaza guiaba a Kaido a un lugar más apropiado para tener semejantes conversaciones. Tras unos quince minutos en los que apenas se cruzaron con nadie por las calles sucias y mal iluminadas, el adicto se detuvo frente a la puerta de un local de mala muerte.
—Aquí... Este bar... Este bar está de puta madre. Te dejan meterte en el baño... —terció, como si aquella característica fuese un plus de la repanocha—. Venga, vamos...
Cuando pasaron el umbral y la puerta de chapa negra junto a la que un gorila de al menos dos metros y ciento y pico kilos, barrigota prominente y mirada desconfiada montaba guardia, Calabaza saludó con un gesto desganado a la camarera.
—Hola, Ime.
La tipa le devolvió un saludo escueto; parecía que no se alegraba de ver al joven yonqui, pero tampoco quería rechazarle o burlarse de él, como la mayoría de gente a la que Kaido había visto aquella noche. Era una mujer fuerte y alta, de brazos musculados repletos de tatuajes, cabeza rapada y varias argollas metálicas por toda la cara. El lugar en sí respondía al típico cliché de antro de barrio bajo; pequeño, sucio, pobremente amueblado y con unas tenues lámparas de aceite que iluminaban la estancia a duras penas.
—Voy... Voy al baño, Kaido... —se excusó Calabaza—. Pídete algo de beber... Si quieres.
«¿Dragón Rojo pretende quedarse con el negocio del omoide en Tanzaku? Eso... Eso suena a problemas» pensó rápidamente el yonqui. Su aguzado instinto de supervivencia, propio de las ratas callejeras, le decía que mezclarse en semejante asunto era, a todas luces, una mala idea. «Pero si Dragón Rojo es más fuerte que el Dedo Amarillo... Y yo soy amigo de ellos...» ¡Todos sus problemas monetarios se verían resueltos!
«Por el momento, cautela, Calabaza. Hay que volar bajo... Enterarse de todo... Y luego, luego desaparecer.»
Kaido se puso en pie y el joven yonqui le siguió. El Tiburón quiso saber, y ante su pregunta, mientras caminaban por los callejones olvidados de aquel barrio, Calabaza se encogió de hombros.
—Lo que pueda pagar cada noche... Esta, gracias a ti... Será mágica —admitió, con una sonrisa azulada, mientras manoseaba su cargado chivato.
Los dos muchachos caminaron por los callejones mientras Calabaza guiaba a Kaido a un lugar más apropiado para tener semejantes conversaciones. Tras unos quince minutos en los que apenas se cruzaron con nadie por las calles sucias y mal iluminadas, el adicto se detuvo frente a la puerta de un local de mala muerte.
—Aquí... Este bar... Este bar está de puta madre. Te dejan meterte en el baño... —terció, como si aquella característica fuese un plus de la repanocha—. Venga, vamos...
Cuando pasaron el umbral y la puerta de chapa negra junto a la que un gorila de al menos dos metros y ciento y pico kilos, barrigota prominente y mirada desconfiada montaba guardia, Calabaza saludó con un gesto desganado a la camarera.
—Hola, Ime.
La tipa le devolvió un saludo escueto; parecía que no se alegraba de ver al joven yonqui, pero tampoco quería rechazarle o burlarse de él, como la mayoría de gente a la que Kaido había visto aquella noche. Era una mujer fuerte y alta, de brazos musculados repletos de tatuajes, cabeza rapada y varias argollas metálicas por toda la cara. El lugar en sí respondía al típico cliché de antro de barrio bajo; pequeño, sucio, pobremente amueblado y con unas tenues lámparas de aceite que iluminaban la estancia a duras penas.
—Voy... Voy al baño, Kaido... —se excusó Calabaza—. Pídete algo de beber... Si quieres.