6/04/2019, 21:39
Atípico. Atípico santo y seña que tenían los guardias de la Prisión del Yermo. Dar de golpes desesperadamente en la pared a la espera de alguna respuesta.
Los enormes portones de hierro se abrieron a contra viento, apenas, el espacio suficiente como para que los guardias pudieran adentrarse en aquella tumba subterránea. Las arenas arremolinadas buscarían entrometerse entre ellos y su inserción, siendo succionados hacia el interior junto a unos cuántos kilos de arena encima.
La intensa luz de los enormes reflectores que hacían vida en lo más alto de aquél techo le obligó a Kincho a taparse ligeramente el rostro mientras trataba de sacarse un poco el polvo de encima. No obstante, aprovechó ese pequeño instante para analizar lo que era la recepción del Yermo y de las pequeñas sutilezas que acompañaban la enorme sala. Bocinas, reflectores, dos ninja con bandanas que les identificaban como shinobis adjuntos a la Aldea de la Hierba y que probablemente estaban sub-contratados para la protección de aquella extraña prisión. Los dos rozaban la treintena y parecían, en un análisis superficial, bastante competentes.
Tras ellos, un hombre mucho más viejo hacía la de secretario y anotaba en una libreta las asistencias del personal.
El alma de Kaido se iluminó, sin embargo, con lo que el hombre desveló con la llegada de Kincho y Tokore.
—Jo-der, estáis como cabras. Sois los únicos del turno de noche que ha venido. Muchos del turno de tarde se fueron yendo pensando que la tormenta no era para tanto. ¡Estamos en horas bajísimas! Menos mal que habéis venido. Tokore y… Ah, aquí estás, Kincho —en cuanto escuchó su nuevo nombre, y con el aliento debidamente recuperado, Kaido encanijo la postura y se deshizo de esa confianza presencial suya, tratando de convertirse en Kincho. Kincho era un muchacho lánguido con los ojos tan saltones como los de un sapo. Un hijo de papi de algún ciudadano con cierta influencia en Inaka y que había obtenido el cargo, imaginaba él, por el pago de un favor. Por tanto, el deber de Kaido que ahora ocupaba su imagen tras su técnica de reflejo, era la de actuar tal y como había percibido a Kincho, como un cachorro asustadizo que está dando sus primeros pasos lejos de las tetas de su madre—. Tú madre estará orgullosa. Faltar al trabajo no es lo vuestro, ¿eh? Incluso aunque haya una tormenta como esta de por medio.
Pero Kincho tenía sus limitaciones. Una de ellas era que no podía hablar. Más bien murmuró una respuesta afirmativa por encima de una sonrisa ligeramente tímida. Uno de esos orbes que parecía querer salirse de la cuenca se torció hacia Tokore. No necesitaría de un ninjutsu ni de algún genjutsu visual para que a la mujer se le cruzase la imagen de su hija en aquél reflejo para que comenzara a tomar la batuta de la conversación, y le sacara de allí cuanto antes. Necesitaba acortar la charla y ocupar sus puestos de trabajo para minimizar las posibilidades de que les descubrieran.
Aunado a que Muñeca, pequeña como podía parecer a cualquiera... pesaba un huevo.
«¿pero adónde se te va la comida, hija de puta?»
Los enormes portones de hierro se abrieron a contra viento, apenas, el espacio suficiente como para que los guardias pudieran adentrarse en aquella tumba subterránea. Las arenas arremolinadas buscarían entrometerse entre ellos y su inserción, siendo succionados hacia el interior junto a unos cuántos kilos de arena encima.
La intensa luz de los enormes reflectores que hacían vida en lo más alto de aquél techo le obligó a Kincho a taparse ligeramente el rostro mientras trataba de sacarse un poco el polvo de encima. No obstante, aprovechó ese pequeño instante para analizar lo que era la recepción del Yermo y de las pequeñas sutilezas que acompañaban la enorme sala. Bocinas, reflectores, dos ninja con bandanas que les identificaban como shinobis adjuntos a la Aldea de la Hierba y que probablemente estaban sub-contratados para la protección de aquella extraña prisión. Los dos rozaban la treintena y parecían, en un análisis superficial, bastante competentes.
Tras ellos, un hombre mucho más viejo hacía la de secretario y anotaba en una libreta las asistencias del personal.
El alma de Kaido se iluminó, sin embargo, con lo que el hombre desveló con la llegada de Kincho y Tokore.
—Jo-der, estáis como cabras. Sois los únicos del turno de noche que ha venido. Muchos del turno de tarde se fueron yendo pensando que la tormenta no era para tanto. ¡Estamos en horas bajísimas! Menos mal que habéis venido. Tokore y… Ah, aquí estás, Kincho —en cuanto escuchó su nuevo nombre, y con el aliento debidamente recuperado, Kaido encanijo la postura y se deshizo de esa confianza presencial suya, tratando de convertirse en Kincho. Kincho era un muchacho lánguido con los ojos tan saltones como los de un sapo. Un hijo de papi de algún ciudadano con cierta influencia en Inaka y que había obtenido el cargo, imaginaba él, por el pago de un favor. Por tanto, el deber de Kaido que ahora ocupaba su imagen tras su técnica de reflejo, era la de actuar tal y como había percibido a Kincho, como un cachorro asustadizo que está dando sus primeros pasos lejos de las tetas de su madre—. Tú madre estará orgullosa. Faltar al trabajo no es lo vuestro, ¿eh? Incluso aunque haya una tormenta como esta de por medio.
Pero Kincho tenía sus limitaciones. Una de ellas era que no podía hablar. Más bien murmuró una respuesta afirmativa por encima de una sonrisa ligeramente tímida. Uno de esos orbes que parecía querer salirse de la cuenca se torció hacia Tokore. No necesitaría de un ninjutsu ni de algún genjutsu visual para que a la mujer se le cruzase la imagen de su hija en aquél reflejo para que comenzara a tomar la batuta de la conversación, y le sacara de allí cuanto antes. Necesitaba acortar la charla y ocupar sus puestos de trabajo para minimizar las posibilidades de que les descubrieran.
Aunado a que Muñeca, pequeña como podía parecer a cualquiera... pesaba un huevo.
«¿pero adónde se te va la comida, hija de puta?»