7/04/2019, 20:16
(Última modificación: 7/04/2019, 20:17 por Uchiha Akame.)
¡¡¡BOOOOUUUUMMMMM!!!
El estruendo fue tan potente que parecía que un rayo hubiese caído justo dentro de la mazmorra en la que Uchiha Akame estaba preso, si es que eso era posible. ¡Qué demonios un rayo! Harían falta, más bien, una docena para asemejarse a la destrucción que la primera explosión había causado. La pared de firme piedra de la celda, que había mantenido entre sus confines a algunos de los criminales más peligrosos, sangrientos y dementes que jamás pasaran por las dependencias carcelarias de Uzushiogakure no Sato, reventó como una pila de ladrillos mal colocados. Las cadenas supresoras de chakra saltaron por los aires, deshechas en una miríada de gruesos eslabones que volaron en todas direcciones como una metralla letal. Los barrotes se doblaron ante la increíble fuerza de la detonación y el calor abrasador del fuego.
Y allí, entre los escombros, ignorante a todo lo que sucedía a su alrededor —Uzumaki Goro estaba muerto ya, probablemente—, estaba Uchiha Akame. Su cuerpo estaba carbonizado por varias partes, pero era especialmente en la mitad del rostro donde la carne al rojo vivo parecía latir y bullir de una forma que nadie en sus cabales habría podido soportar. Mientras el caos se desataba a su alrededor, Akame permanecía inmóvil, con una expresión de pura sorpresa en su rostro.
En las historias, cuando los héroes o los villanos morían, siempre se narraba este acto como algo catártico. Casi redentor. Cuando el protagonista o el antagonista revivían sus recuerdos más felices o desdichados, reafirmaban sus convicciones o se retractaban de sus errores en un monólogo introspectivo que purgaba su espíritu para permitirles viajar ligeros de peso hacia lo que quiera que hubiese más allá. Era un punto cúlmen de cualquier historia, cuando todas las cartas se ponían sobre la mesa, cuando se desvelaban los misterios y no quedaban secretos para los protagonistas. La muerte podía ser, en cierto modo, el colofón perfecto.
No en ese caso. Akame no pensó en sus seres queridos, ni en sus aciertos o errores, ni en sus logros o en los últimos días de aprisionamiento. No vio sus aventuras pasar frente a sus ojos, no encontró paz, ni redención, ni la catarsis. Ni tuvo una epifanía. No sintió que viajara ligero de peso, que su espíritu se elevase por encima de las toneladas de piedra, tejas, madera y muebles que formaban los calabozos. No sintió nada en absoluto, porque la primera explosión le alcanzó casi de lleno, y cuando uno de los cascotes que saltaban por los aires le golpeó en el cuello, él simplemente...
Murió.