7/04/2019, 21:20
La puerta maltrecha le dio acceso al conjunto de cubiles donde la peor calaña se juntaba a matar sus propias pasiones. El baño del bar de Ime servía como un rincón predispuesto para disfrutar del sexo más sucio y salvaje, de la droga y probablemente de alguno que otro asunto más turbio como alguna paliza o un ajuste de cuentas donde nadie pudiera ver los resultados de la reprimenda. Por esa razón, resultó imposible que contrastara lo que Kaido descubrió segundos más tardes tras su súbita exploración en aquellos rincones de flagelación y decadencia humana.
Calabaza yacía postrado en un pútrido retrete como un muñeco de trapo sin alma, con las patas abiertas y los brazos alicaidos, sin fuerzas que le permitieran erguirse sobre su propio peso. Lo único que sostenían aún y en estado de inconsciencia era aquella bolsa cuyo contenido le hubo inducido a tan lamentable estado catatónico de inexistente lucidez. La cabeza se encontraba postrada sobre una tapa húmeda de cerámico que cubría el tanque del inodoro, aparentemente cómodo; mientras los ojos le tiritaban de un lado a otro, tratando de seguir el ritmo de los recuerdos que el Omoide iba encajando a toda marcha, tras una dosis tan potente de una sola sentada.
Kaido, muy a pesar de ser nuevo en el negocio y en la organización, ya había presenciado los efectos de la magia azul en sus distintas fases y en distintos individuos. Sus conocimientos eran lo suficientemente pertinentes como para poder discernir si un usuario del Omoide había alcanzado el onirismo deseado sin arriesgar de todo su bienestar físico o de si por el contrario había cruzado la delgada línea en la que deseas con tanto fervor de que aquellos recuerdos fueran verdad, que el individuo decide no volver para afrontar su propia realidad.
Aquél mundo ficticio del había una vez resultaba ser más satisfactorio el noventa y nueve porciento de las veces. ¿Quién no querría quedarse por siempre en su momento más feliz, y revivirlo una y otra vez por toda la eternidad?
Con Calabaza no estaba del todo seguro, pero era evidente que la extrema salivación azul no resultaba ser un buen augurio. En esa posición iba a acabar ahogándose, de eso no cabía duda.
«¿Quieres morir, Calabaza?» —le dijo, sin alzar realmente la voz. Kaido se acercó parsimoniosamente hasta los linderos del muchacho y le miró desde las alturas con una sonrisa salvaje repleta de curiosidad, más que de preocupación «puedo concederte ese deseo. Yo puedo acabar con tu sufrimiento, y te digo algo; lo haré a coste cero. Porque te lo mereces. Te mereces dejar este mundo cruel.»
La mano del Tiburón se deslizó por la nuca de Calabaza y le levantó ligeramente el pescuezo.
Kaido y Calabaza quedaron, finalmente, cara a cara.
El gyojin arrugó los ojos y miró, y miró, y miró... y volvió a mirar más de cerca. Acaso...
No dijo nada. No podía. Era imposible, sencillamente. Imposible.
¿O no?
El mundo distópico de Calabaza daría de pronto un vuelco. Algún arquitecto de sueños parecía tener influencia en su mundo de recuerdos. Todo tembló. Todo a su alrededor se volvió un mundo del revés.
—Vamos, reacciona, hijo de puta. Reacciona.
Calabaza yacía postrado en un pútrido retrete como un muñeco de trapo sin alma, con las patas abiertas y los brazos alicaidos, sin fuerzas que le permitieran erguirse sobre su propio peso. Lo único que sostenían aún y en estado de inconsciencia era aquella bolsa cuyo contenido le hubo inducido a tan lamentable estado catatónico de inexistente lucidez. La cabeza se encontraba postrada sobre una tapa húmeda de cerámico que cubría el tanque del inodoro, aparentemente cómodo; mientras los ojos le tiritaban de un lado a otro, tratando de seguir el ritmo de los recuerdos que el Omoide iba encajando a toda marcha, tras una dosis tan potente de una sola sentada.
Kaido, muy a pesar de ser nuevo en el negocio y en la organización, ya había presenciado los efectos de la magia azul en sus distintas fases y en distintos individuos. Sus conocimientos eran lo suficientemente pertinentes como para poder discernir si un usuario del Omoide había alcanzado el onirismo deseado sin arriesgar de todo su bienestar físico o de si por el contrario había cruzado la delgada línea en la que deseas con tanto fervor de que aquellos recuerdos fueran verdad, que el individuo decide no volver para afrontar su propia realidad.
Aquél mundo ficticio del había una vez resultaba ser más satisfactorio el noventa y nueve porciento de las veces. ¿Quién no querría quedarse por siempre en su momento más feliz, y revivirlo una y otra vez por toda la eternidad?
Con Calabaza no estaba del todo seguro, pero era evidente que la extrema salivación azul no resultaba ser un buen augurio. En esa posición iba a acabar ahogándose, de eso no cabía duda.
«¿Quieres morir, Calabaza?» —le dijo, sin alzar realmente la voz. Kaido se acercó parsimoniosamente hasta los linderos del muchacho y le miró desde las alturas con una sonrisa salvaje repleta de curiosidad, más que de preocupación «puedo concederte ese deseo. Yo puedo acabar con tu sufrimiento, y te digo algo; lo haré a coste cero. Porque te lo mereces. Te mereces dejar este mundo cruel.»
La mano del Tiburón se deslizó por la nuca de Calabaza y le levantó ligeramente el pescuezo.
Kaido y Calabaza quedaron, finalmente, cara a cara.
El gyojin arrugó los ojos y miró, y miró, y miró... y volvió a mirar más de cerca. Acaso...
No dijo nada. No podía. Era imposible, sencillamente. Imposible.
¿O no?
El mundo distópico de Calabaza daría de pronto un vuelco. Algún arquitecto de sueños parecía tener influencia en su mundo de recuerdos. Todo tembló. Todo a su alrededor se volvió un mundo del revés.
—Vamos, reacciona, hijo de puta. Reacciona.