7/04/2019, 23:54
(Última modificación: 9/04/2019, 23:11 por Uchiha Akame. Editado 1 vez en total.)
«Chas, zas, chas, zas...»
El chasquido de las tijeras de poda reverberaba en todo el huerto, acompañado del cantar de algún pajarillo ocasional y el sonido de la brisa vespertina al colarse entre las ramas de los árboles. Junto a uno de éstos, un olivo especialmente joven y lozano, subido en una escalera plegable de madera, un hombre daba buena cuenta de las ramas secas con su fiel podadora. ¡Chas! Una rama fuera. ¡Zas! Otra. Con la precisión que le otorgaba la veteranía, el tipo parecía todo un maestro en el noble arte de la poda. Las arrugas de su rostro y el aspecto curtido de sus brazos le daban justa apariencia de estar cerca de los cincuenta Inviernos, y en todos ellos había encontrado tiempo para podar aquel árbol. No en vano, lo había plantado al nacer su primer y único hijo... Y era todo lo que le quedaba de él. Por eso presidía su huerto, que se extendía a lo largo de una modesta parcela agricultural, una más de las tantas de Minori.
Hiroshi sacó un trapo azul de uno de los bolsillos de su peto de agricultor y se enjugó la frente con él. Ya estaba atardeciendo y el Sol pronto desaparecería tras las montañas del horizonte, pero aquel hombre no quería dejar su preciado árbol sin podar. Cortar las ramas secas era sumamente necesario para asegurar el correcto crecimiento de aquel ser vivo, para que los siguientes brotes pudieran nacer fuertes y nutridos. Hiroshi creía que en ese sentido —y en muchos otros— los árboles eran como las personas. Resultaba imposible mirar hacia delante y seguir el viaje de la vida si uno no dejaba caer su lastre. Nadie llegaba lejos con una mochila pesada; y él lo sabía bien. Por eso, a pesar de que su mujer —a quien había querido más que a nada en el mundo— había muerto en el parto, él había seguido adelante cuidando de su hijo recién nacido. Por eso, a pesar de que su propio hijo le había abandonado hacía varios años, sin que nunca volviese a saber de él, Hiroshi seguía adelante. Se levantaba cada mañana, trabajaba en su huerto, leía un libro y disfrutaba del atardecer en su porche con un vasito de sake.
Era un hombre sencillo, y aun así, hubiera dado todo por volver a ver a su pequeño Jinbei.
«¡Chas!»
La rama cayó pesadamente al suelo.
—Bueno... Creo que sólo me queda esa —murmuró para sí mismo el agricultor, viendo a una solitaria rama seca que había crecido hasta superar a todas las otras, en la copa del árbol—. Vamos, vamos, no me des problemas, pequeño... Cuando llegue la Primavera estarás como nuevo. Ya lo verás.
Hiroshi alargó los brazos para intentar alcanzar la solitaria rama con sus tijeras... Y entonces escuchó un ruido a su espalda. Sobresaltado, estuvo a punto de caer de la escalera y tuvo que soltar las podadoras para agarrarse a la misma y recuperar el equilibrio. Aliviado, volteó la cabeza y escudriñó el huerto con sus ojos avellanados. Al no hallar a nadie, preguntó, con una voz sorprendentemente agradable y melodiosa; su mujer siempre le había dicho que le recordaba a la Primavera.
—¿Quién va?