8/04/2019, 21:46
A Ayame también le habría gustado afirmar las palabras de Datsue, poder reírse en su cara y gritar que todo había sido una broma de mal gusto. ¡Una transformación a medio hacer quizás!
Pero la vida nunca era tan sencilla. Y los secretos siempre salían a la luz cuando menos debían hacerlo.
Los dos Amejines se dejaron guiar por el Uzujin hasta un pequeño pueblo de la Ribera del Norte que se encontraba a unos veinte minutos del Árbol Sagrado. Allí, junto a la orilla del río, un anciano de camisa colorida y florida y pantalones cortos desempeñaba su oficio de alquiler de barcas. Quizás para sorpresa de ambos, el Uchiha se ofreció a invitarles al paseo, aunque no dudó en utilizar su lengua de plata para regatear el precio del pasaje. Después, como todo buen vendedor, les ofreció una serie de extras: bebida, comida... ¡Incluso pienso para los cisnes que nadaban apaciblemente por el lago!
Ni que decir tiene que Ayame no pudo resistirse...
La muchacha terminó sentándose en la barca junto a Daruu y frente a Datsue, quien había decidido coger los remos.
—Ah, tendríais que ver esto en verano. Está a tope —comentó el Uchiha.
Ayame, que había apoyado el codo en el borde de la barca y la barbilla en ella, observaba con gesto distraído al grupo de cisnes que se veía un poco más allá.
—Es muy bonito... —respondió, ensimismada. Las aguas del río discurriendo por debajo de ellos, la silueta del Árbol Sagrado adivinándose a lo lejos... Desde luego, lo último que habría tenido en mente había sido disfrutar de algo así precisamente con Uchiha Datsue.
—En fin, soy todo oídos.
El momento tan temido había llegado. Sin mover la cabeza, Ayame giró sólo los ojos para mirarle. Y suspiró. ¿Por dónde podía empezar?
«¡Maldita, no me has dejado elección! ¿Pero cómo se te ha ocurrido hacer una cosa así, salir así?»
—Kokuō ya no está encerrada en mí —habló, tras varios largos segundos. Aunque se apresuró a corregirse—. Bueno, sí. Pero no... Digamos que al final llegamos a un mutuo acuerdo, y ambas compartimos cuerpo. Por eso puede manifestarse cuando quiera.
—¿Y ese... cartel, Datsue? —preguntó Daruu, señalando un cartel con letras rojas que presagiaba un peligro desconocido—. ¿Queréis? —añadió, ofreciéndoles patatas a ambos.
Pero Ayame le ignoró durante un momento.
—Oye, no nos estarás conduciendo a una trampa, ¿verdad? —preguntó, recelosa.
Pero la vida nunca era tan sencilla. Y los secretos siempre salían a la luz cuando menos debían hacerlo.
Los dos Amejines se dejaron guiar por el Uzujin hasta un pequeño pueblo de la Ribera del Norte que se encontraba a unos veinte minutos del Árbol Sagrado. Allí, junto a la orilla del río, un anciano de camisa colorida y florida y pantalones cortos desempeñaba su oficio de alquiler de barcas. Quizás para sorpresa de ambos, el Uchiha se ofreció a invitarles al paseo, aunque no dudó en utilizar su lengua de plata para regatear el precio del pasaje. Después, como todo buen vendedor, les ofreció una serie de extras: bebida, comida... ¡Incluso pienso para los cisnes que nadaban apaciblemente por el lago!
Ni que decir tiene que Ayame no pudo resistirse...
La muchacha terminó sentándose en la barca junto a Daruu y frente a Datsue, quien había decidido coger los remos.
—Ah, tendríais que ver esto en verano. Está a tope —comentó el Uchiha.
Ayame, que había apoyado el codo en el borde de la barca y la barbilla en ella, observaba con gesto distraído al grupo de cisnes que se veía un poco más allá.
—Es muy bonito... —respondió, ensimismada. Las aguas del río discurriendo por debajo de ellos, la silueta del Árbol Sagrado adivinándose a lo lejos... Desde luego, lo último que habría tenido en mente había sido disfrutar de algo así precisamente con Uchiha Datsue.
—En fin, soy todo oídos.
El momento tan temido había llegado. Sin mover la cabeza, Ayame giró sólo los ojos para mirarle. Y suspiró. ¿Por dónde podía empezar?
«¿De verdad le va a contar algo así a ese Uchiha, señorita?»
«¡Maldita, no me has dejado elección! ¿Pero cómo se te ha ocurrido hacer una cosa así, salir así?»
—Kokuō ya no está encerrada en mí —habló, tras varios largos segundos. Aunque se apresuró a corregirse—. Bueno, sí. Pero no... Digamos que al final llegamos a un mutuo acuerdo, y ambas compartimos cuerpo. Por eso puede manifestarse cuando quiera.
—¿Y ese... cartel, Datsue? —preguntó Daruu, señalando un cartel con letras rojas que presagiaba un peligro desconocido—. ¿Queréis? —añadió, ofreciéndoles patatas a ambos.
Pero Ayame le ignoró durante un momento.
—Oye, no nos estarás conduciendo a una trampa, ¿verdad? —preguntó, recelosa.