8/04/2019, 23:16
Hiroshi caminó a tientas entre la oscuridad. Hacía tiempo que había desistido de preguntar nada a la misteriosa mujer que le guiaba a través del bosque, y el júbilo inicial por la esperanza de que alguien pudiera, de verdad, llevarle con su hijo se iba diluyendo conforme caminaban más y más. Le dolían los pies, todo estaba oscuro y la dama de ojos dorados llevaba horas sin abrir la boca. No había dicho palabra desde que Hiroshi aceptara ir con ella, ni siquiera cuando él le había preguntado toda clase de cosas acerca de su destino; ¿a dónde iban? ¿de qué conocía ella a su hijo? ¿cómo estaba? ¿qué clase de peligro le amenazaba? Y todo lo que había obtenido a cambio era... El silencio. Cualquier otro habría dado media vuelta a la media hora de camino —o rechazado directamente aquella invitación sin fundamento—, pero no Hiroshi el Tonto. Desde que su hijo desapareciese, no había pasado un sólo día sin que le echara de menos. Sin que se sintiera culpable por ello. Y sólo gracias a su gran corazón lleno de esperanza había podido continuar con la vida, esperando que los dioses le trajeran de vuelta al niño del mismo modo que se lo habían arrebatado.
Por eso, cuando Hiroshi el Tonto miró más allá del umbral de la puerta desvencijada y la madera apolillada, lo vio. Incluso aunque estaba en un estado deplorable, con el rostro medio desfigurado, la nariz torcida, media oreja amputada y los ojos fijos en la nada, Hiroshi le reconoció. Porque era tan solo natural que un padre reconociese a su hijo.
—Mi... Mi pequeño... Hijo mío... Eres... Eres tú —balbuceó, con un hilo de voz, mientras se acercaba al cadáver del muchacho.
Sus ojos se llenaron de lágrimas y sus manos, temblorosas, recorrieron las facciones de aquel chico muerto.
—Te he echado tanto de menos, hijo mío... Te he echado... —Hiroshi rompió a llorar—. Tanto de menos... Y ahora, ahora es demasiado tarde. Ahora ya te he perdido para siempre, mi pequeño, ¡mi Jinbei!
En medio de un desconsolado llanto, el labriego se abrazó a aquel cadáver envuelto en mantas. Y lloró, lloró todas las penas que le habían estado aquejando desde que una buena tarde su hijo desapareciese de Minori sin que nadie más lo volviera a ver. Lloró por cada mañana que se había levantado para encontrar su humilde habitación vacía, y por cada vecino que le había dado el pésame, aun sin que nadie confirmara jamás la muerte de su pequeño. Lloró, porque él siempre había creído que Jinbei estaba allá afuera, en algún lugar, y que un día volvería a verle. Y lloró, porque siempre había temido que cuando eso sucediera, fuese en esas condiciones.
—Siempre le estaré agradecido, señorita —sollozó el agricultor—. Incluso aunque hayamos llegado demasiado tarde... Al menos podré dar a mi hijo un funeral digno. Podrá descansar junto a su madre.
Ignorante de los planes de Kunie, Hiroshi se incorporó, secándose las lágrimas que se negaban a dejar de salir.
—¿Qué... Qué le ocurrió?
Por eso, cuando Hiroshi el Tonto miró más allá del umbral de la puerta desvencijada y la madera apolillada, lo vio. Incluso aunque estaba en un estado deplorable, con el rostro medio desfigurado, la nariz torcida, media oreja amputada y los ojos fijos en la nada, Hiroshi le reconoció. Porque era tan solo natural que un padre reconociese a su hijo.
—Mi... Mi pequeño... Hijo mío... Eres... Eres tú —balbuceó, con un hilo de voz, mientras se acercaba al cadáver del muchacho.
Sus ojos se llenaron de lágrimas y sus manos, temblorosas, recorrieron las facciones de aquel chico muerto.
—Te he echado tanto de menos, hijo mío... Te he echado... —Hiroshi rompió a llorar—. Tanto de menos... Y ahora, ahora es demasiado tarde. Ahora ya te he perdido para siempre, mi pequeño, ¡mi Jinbei!
En medio de un desconsolado llanto, el labriego se abrazó a aquel cadáver envuelto en mantas. Y lloró, lloró todas las penas que le habían estado aquejando desde que una buena tarde su hijo desapareciese de Minori sin que nadie más lo volviera a ver. Lloró por cada mañana que se había levantado para encontrar su humilde habitación vacía, y por cada vecino que le había dado el pésame, aun sin que nadie confirmara jamás la muerte de su pequeño. Lloró, porque él siempre había creído que Jinbei estaba allá afuera, en algún lugar, y que un día volvería a verle. Y lloró, porque siempre había temido que cuando eso sucediera, fuese en esas condiciones.
—Siempre le estaré agradecido, señorita —sollozó el agricultor—. Incluso aunque hayamos llegado demasiado tarde... Al menos podré dar a mi hijo un funeral digno. Podrá descansar junto a su madre.
Ignorante de los planes de Kunie, Hiroshi se incorporó, secándose las lágrimas que se negaban a dejar de salir.
—¿Qué... Qué le ocurrió?