10/04/2019, 16:56
El agricultor obedeció con diligencia las indicaciones de Kunie, que inmediatamente había empezado a preparar el ritual. Para un hombre de campo como Hiroshi, que no había visto a un ninja en acción ni en las películas, todo aquello era extremadamente desconocido y, por extensión, aterrador. Instintivamente su mano se puso sobre el pecho envuelto en mantas de su hijo, como si su simple tacto le reconfortase, mientras sus ojos seguían con una mezcla de confusión y miedo los movimientos de la dama violeta.
Cuando ésta le entregó el filo, Hiroshi tuvo que reprimir un quejido de angustia. Él nunca había empuñado un arma, ni siquiera de joven, ni siquiera para defenderse; cerró los dedos en torno al mango, sintiendo su áspero tacto, notando el peso de la daga en la mano. Todavía estaba habituándose a él cuando la mujer abandonó el círculo y, realizando más de aquellos extraños movimientos con sus manos, de repente una estela de fuego verde envolvió a padre e hijo.
—¡Ieeek! —aulló el labriego, que temblaba de pies a cabeza—. ¿Qué brujería es esta, mujer?
Entonces Kunie le formuló su petición. La última parte del ritual; su vida por la del joven Jinbei. Hiroshi enmudeció y bajó la mirada. Por un momento pareció a punto de dudar, pero entonces... Entonces vio la cara de su hijo, y trató de imaginarse cómo habría sido durante aquellos años. De acuerdo a las palabras de aquella extraña mujer, Jinbei era un ninja, uno de los mejores. Pero lo que a Hiroshi realmente le intrigaba era en qué clase de persona se había convertido su pequeño hijito, tan tímido, siempre con la cabeza en las nubes. Y luego se descubrió lleno de gozo, porque iba a poder otorgarle a su niño una segunda oportunidad.
—Jinbei, hijo —dijo de repente el agricultor, con la voz quebrada—. Sé que siempre tuvimos nuestras diferencias, que yo quería hacerte un hombre de campo y tú sólo vivías en las fantasías de aquellos libros. Sé que... Sé que quizás no supe entenderte a tiempo, y te juro que nada me entristece más que eso. Nadie me enseñó a ser padre. Tuve que improvisar, como tú también harás cuando te llegue el momento. Tú... Tú eras lo que yo más quería en esta vida. Mi pequeño... —la voz se le quebró—. Ni un sólo día he dejado de pensar en ti.
Las manos temblorosas de Hiroshi empuñaron aquella daga con firmeza mientras él seguía mirando el cuerpo inerte de su hijo con los ojos llenos de ternura.
—Ahora me ha llegado el momento de decir adiós. Pero tú, tú todavía tendrás mucho por delante. ¡Vive bien! ¡Vive en paz! Y, sobretodo, usa sabiamente el tiempo que te regalo —se sorbió la nariz mientras las lágrimas ya empezaban a desbordar sus ojos—. Te deseo que en esta vida encuentres tu camino, y seguirlo te haga feliz. Yo siempre estaré contigo... y te amaré.
»Adiós, hijo mío.
Con un silbido breve e intenso, la hoja de aquella daga cortó el aire. Y luego tela, piel y carne. Hiroshi apretó los dientes, con los ojos inyectados en sangre, y realizó un corte más sobre su vientre. Luego cayó hacia delante, inerte. Sin vida.
Cuando ésta le entregó el filo, Hiroshi tuvo que reprimir un quejido de angustia. Él nunca había empuñado un arma, ni siquiera de joven, ni siquiera para defenderse; cerró los dedos en torno al mango, sintiendo su áspero tacto, notando el peso de la daga en la mano. Todavía estaba habituándose a él cuando la mujer abandonó el círculo y, realizando más de aquellos extraños movimientos con sus manos, de repente una estela de fuego verde envolvió a padre e hijo.
—¡Ieeek! —aulló el labriego, que temblaba de pies a cabeza—. ¿Qué brujería es esta, mujer?
Entonces Kunie le formuló su petición. La última parte del ritual; su vida por la del joven Jinbei. Hiroshi enmudeció y bajó la mirada. Por un momento pareció a punto de dudar, pero entonces... Entonces vio la cara de su hijo, y trató de imaginarse cómo habría sido durante aquellos años. De acuerdo a las palabras de aquella extraña mujer, Jinbei era un ninja, uno de los mejores. Pero lo que a Hiroshi realmente le intrigaba era en qué clase de persona se había convertido su pequeño hijito, tan tímido, siempre con la cabeza en las nubes. Y luego se descubrió lleno de gozo, porque iba a poder otorgarle a su niño una segunda oportunidad.
—Jinbei, hijo —dijo de repente el agricultor, con la voz quebrada—. Sé que siempre tuvimos nuestras diferencias, que yo quería hacerte un hombre de campo y tú sólo vivías en las fantasías de aquellos libros. Sé que... Sé que quizás no supe entenderte a tiempo, y te juro que nada me entristece más que eso. Nadie me enseñó a ser padre. Tuve que improvisar, como tú también harás cuando te llegue el momento. Tú... Tú eras lo que yo más quería en esta vida. Mi pequeño... —la voz se le quebró—. Ni un sólo día he dejado de pensar en ti.
Las manos temblorosas de Hiroshi empuñaron aquella daga con firmeza mientras él seguía mirando el cuerpo inerte de su hijo con los ojos llenos de ternura.
—Ahora me ha llegado el momento de decir adiós. Pero tú, tú todavía tendrás mucho por delante. ¡Vive bien! ¡Vive en paz! Y, sobretodo, usa sabiamente el tiempo que te regalo —se sorbió la nariz mientras las lágrimas ya empezaban a desbordar sus ojos—. Te deseo que en esta vida encuentres tu camino, y seguirlo te haga feliz. Yo siempre estaré contigo... y te amaré.
»Adiós, hijo mío.
¡Zas!
Con un silbido breve e intenso, la hoja de aquella daga cortó el aire. Y luego tela, piel y carne. Hiroshi apretó los dientes, con los ojos inyectados en sangre, y realizó un corte más sobre su vientre. Luego cayó hacia delante, inerte. Sin vida.