19/04/2019, 15:58
(Última modificación: 19/04/2019, 17:02 por Uchiha Akame. Editado 1 vez en total.)
—Tú... —Akame se había detenido, aun de espaldas a su ahora compañero de viaje. Parecía a punto de decir algo, pero entonces, simplemente recalcó—. Asegúrate de que nadie escapa por la puerta de atrás.
Y así, la figura menuda y ruinosa de Uchiha Akame desapareció de la vista de Kaido. Un tipo hundido en la miseria al que el Tiburón había elegido dar una segunda oportunidad; una nueva vida. ¿Sería aquella la decisión correcta? Liberar a la bestia herida, con todas sus consecuencias. ¿O habría sido mejor dejarle aletargado, hasta que un día la muerte le encontrase en el mugriento aseo de algún tugurio, con la boca repleta de espuma azul? Probablemente, ninguno de los dos llegaría a saber la respuesta a aquella incógnita.
La verdad era, al menos esa noche, que Akame estaba desquiciado. Y así, se dispuso a cumplir su plan.
El Club de la Trucha no se inmutó ni un poco, como un ente vivo que estuviera fluyendo a través de las consumiciones, las peleas, el sudor, las maldiciones y las miradas de pocos amigos de sus habituales, cuando el Uchiha entró allí. Los parroquianos más cercanos ni siquiera le reconocieron como a Calabaza, pues aunque su rostro medio quemado y su pelo engreñado y sucio dejaban poco lugar a dudas, había algo en su actitud que le diferenciaba del joven yonqui. Sus ojos, rojos como la sangre, miraron por última vez a aquella gente. Más que un simple local, el Club era una parte de sí mismo; de lo que había sido. Una que estaba a punto de dejar ir.
Sus manos se entrelazaron en varios sellos, inadvertidos por los borrachos, los empleados del Sargento, las prostitutas.
«Caballo, Dragón, Tigre, Mono, Dragón...»
El chakra volvía a fluir por su cuerpo, como la corriente de un río que rompía los diques que habían mantenido preso su cauce. La energía se transmutó en fuego en su estómago, y Akame la dejó salir junto con toda la rabia, la culpa, la vergüenza, el odio, la mierda que tenía dentro.
—¡Katon...
Sólo en ese momento, cuando su voz se alzó por encima del bullicio general, los que estaban dentro de la taberna supieron que algo malo estaba por pasar.
—... Kagutsuchi no Ikari!
Luego, el Infierno.
Desde su posición, Kaido podía escuchar los débiles murmullos que traspasaban aquellos muros sólidos, y la gruesa puerta de madera, desde el interior. El Club de la Trucha parecía estar concurrido y se intuía tan bullicioso como el Tiburón había comprobado un rato antes, cuando se ofreciera para pelear con el yonqui Calabaza. Sin embargo, de repente sus oídos pudieron captar algo. Un sonido que desentonaba. Un grito que no transmitía júbilo, ni ira, ni éxtasis... Sino miedo.
Pronto el terror fue lo único que copó aquel lugar tras la puerta que Kaido estaba guardando, y si se colocaba lo bastante cerca, podría notar un ligero calor que emergía de la misma. De repente, la puerta se abrió.
—¡Joder!
Un tipo alto y corpulento, de piel bronceada y pelo rapado casi al cero, con algunas cicatrices y vestido con la ostentosidad de los hampones de medio pelo de Tanzaku salió despedido de aquella puerta. En el interior, llamas anaranjadas podían verse danzando de un lado para otro y una columna de humo gris emergió de la misma puerta que aquel hombre para alzarse hacia el cielo nocturno.
El Sargento Tachibana se incorporó, tosiendo con dificultad, y fue entonces cuando vio a Kaido. Pero su rostro ya no reflejaba la seguridad de antes, la prepotencia, aquella expresión de dureza militar que el Tiburón había visto antes. Ahora tan sólo el miedo y la sorpresa tenían cabida en esa cara.
—¡Marrajo! Me cago en mi puta madre, ¿quieres ganar más pasta esta noche? Se me ha colado un tipo, un puto psicópata... —explicó, y estaba claro que ni él mismo sabía realmente lo que estaba pasando—. Mi local está ardiendo, ¡joder! ¡Te doy mil pavos si entras ahí y solucionas esta puta locura!
Y así, la figura menuda y ruinosa de Uchiha Akame desapareció de la vista de Kaido. Un tipo hundido en la miseria al que el Tiburón había elegido dar una segunda oportunidad; una nueva vida. ¿Sería aquella la decisión correcta? Liberar a la bestia herida, con todas sus consecuencias. ¿O habría sido mejor dejarle aletargado, hasta que un día la muerte le encontrase en el mugriento aseo de algún tugurio, con la boca repleta de espuma azul? Probablemente, ninguno de los dos llegaría a saber la respuesta a aquella incógnita.
La verdad era, al menos esa noche, que Akame estaba desquiciado. Y así, se dispuso a cumplir su plan.
El Club de la Trucha no se inmutó ni un poco, como un ente vivo que estuviera fluyendo a través de las consumiciones, las peleas, el sudor, las maldiciones y las miradas de pocos amigos de sus habituales, cuando el Uchiha entró allí. Los parroquianos más cercanos ni siquiera le reconocieron como a Calabaza, pues aunque su rostro medio quemado y su pelo engreñado y sucio dejaban poco lugar a dudas, había algo en su actitud que le diferenciaba del joven yonqui. Sus ojos, rojos como la sangre, miraron por última vez a aquella gente. Más que un simple local, el Club era una parte de sí mismo; de lo que había sido. Una que estaba a punto de dejar ir.
Sus manos se entrelazaron en varios sellos, inadvertidos por los borrachos, los empleados del Sargento, las prostitutas.
«Caballo, Dragón, Tigre, Mono, Dragón...»
El chakra volvía a fluir por su cuerpo, como la corriente de un río que rompía los diques que habían mantenido preso su cauce. La energía se transmutó en fuego en su estómago, y Akame la dejó salir junto con toda la rabia, la culpa, la vergüenza, el odio, la mierda que tenía dentro.
—¡Katon...
Sólo en ese momento, cuando su voz se alzó por encima del bullicio general, los que estaban dentro de la taberna supieron que algo malo estaba por pasar.
—... Kagutsuchi no Ikari!
Luego, el Infierno.
—
Desde su posición, Kaido podía escuchar los débiles murmullos que traspasaban aquellos muros sólidos, y la gruesa puerta de madera, desde el interior. El Club de la Trucha parecía estar concurrido y se intuía tan bullicioso como el Tiburón había comprobado un rato antes, cuando se ofreciera para pelear con el yonqui Calabaza. Sin embargo, de repente sus oídos pudieron captar algo. Un sonido que desentonaba. Un grito que no transmitía júbilo, ni ira, ni éxtasis... Sino miedo.
Pronto el terror fue lo único que copó aquel lugar tras la puerta que Kaido estaba guardando, y si se colocaba lo bastante cerca, podría notar un ligero calor que emergía de la misma. De repente, la puerta se abrió.
—¡Joder!
Un tipo alto y corpulento, de piel bronceada y pelo rapado casi al cero, con algunas cicatrices y vestido con la ostentosidad de los hampones de medio pelo de Tanzaku salió despedido de aquella puerta. En el interior, llamas anaranjadas podían verse danzando de un lado para otro y una columna de humo gris emergió de la misma puerta que aquel hombre para alzarse hacia el cielo nocturno.
El Sargento Tachibana se incorporó, tosiendo con dificultad, y fue entonces cuando vio a Kaido. Pero su rostro ya no reflejaba la seguridad de antes, la prepotencia, aquella expresión de dureza militar que el Tiburón había visto antes. Ahora tan sólo el miedo y la sorpresa tenían cabida en esa cara.
—¡Marrajo! Me cago en mi puta madre, ¿quieres ganar más pasta esta noche? Se me ha colado un tipo, un puto psicópata... —explicó, y estaba claro que ni él mismo sabía realmente lo que estaba pasando—. Mi local está ardiendo, ¡joder! ¡Te doy mil pavos si entras ahí y solucionas esta puta locura!