19/04/2019, 17:21
No sabía si era el fuego, los vapores tóxicos del humo, el efecto rebote de su colocón de omoide, la tensión que tenía por las nubes y le hacía latir el corazón a mil por hora, la sangre en sus manos, y todo a la vez. Pero a Akame las palabras de Kaido le parecían hipnóticas, casi mágicas. Aquel escualo le estaba ofreciendo mucho; muchísimo. El Uchiha estaba lleno de convicción, se hallaba con una nueva visión del mundo, como si le hubieran quitado la venda. Asintió ante las palabras del Gyojin.
—El caos es una escalera —murmuró. No supo si era algo que había leído en uno de los libros de fantasía que tanto le gustaban, o una de las enseñanzas de su antigua maestra. Pero en ese momento lo encontró lleno de sentido.
—Larguémonos de este estercolero —asintió, con una media sonrisa. Sin embargo, luego añadió algo—. Tenemos que hacer una... Parada obligatoria antes. Tengo que reabastecerme.
El Uchiha se dio media vuelta y comenzó a caminar a paso ligero, esperando que Kaido le seguiría. Los dos exninjas recorrerían las oscuras calles de aquel barrio dejando la antorcha gigante en la que se había convertido el Club de la Trucha atrás, para perderse entre las sombras. Un giro hacia la derecha, otro a la izquierda... Akame parecía conocer a la perfección aquel entramado urbano tan traicionero que podría resultar laberíntico para cualquier extranjero; había tenido suficiente tiempo como para aprendérselo, y muchas veces su propia supervivencia dependió de ello.
Después de un rato, Akame se plantó frente a un edificio destartalado. Parecía un bloque de viviendas muy precario y viejo, situado en el mismo barrio pobre, de tres plantas. Había varias ventanas en la fachada, algunas de ellas estaban tapiadas con tablones de madera, otras tenían los cristales rotos y en general toda la pared del edificio parecía a punto de caerse a trozos. El portal, sin ir más lejos, era apenas un agujero en la pared en el que, en otro tiempo, habría habido una puerta. Más allá del umbral se intuían unas escaleras mugrientas. Akame se volteó hacia su acompañante.
—Espera aquí, no tardo nada.
Luego se adentró en la penumbra de aquel edificio y desapareció.
Volvió cinco minutos después, y su imagen había cambiado radicalmente. No quedaba rastro de las ropas mugrientas y sucias que siempre llevaba Calabaza, y ahora habían sido sustituidas por un yukata de color índigo bajo el que se intuía una camisa de manga corta de color arena. Akame vestía también pantalones de color azul oscuro, bombachos y ceñidos en la pantorrilla por dos botas negras de trabajo. A la espalda, colgada en una funda bandolera, una espada negra.
—Esto está mejor, coño —masculló entre dientes el Uchiha, con una media sonrisa maliciosa—. No voy para pase de modelos pero, bueno, no quería que el Tiburón de Sekiryuu fuera visto con un pordiosero a su lado. Tu reputación no lo soportaría —apostilló, ácido, para luego soltar una breve carcajada algo maniática.
El lugar al que el Uchiha había ido a aprovisionarse de varios enseres de vital importancia no era sino uno de los pisos francos que Tengu —Kunie— tenía repartidos por Oonindo. Por su proximidad con Uzushio, Akame había llegado a conocer aquel, y sabedor de que en estos lugares su antigua maestra siempre ocultaba numerosos recursos, aprovechó la oportunidad. Cualquier otro no hubiera podido encontrarlo, pero él sabía dónde y cómo mirar.
Akame sacó un rollo de vendas blancas y lo miró con gesto insondable. «Es lo mejor.» Quitó el adhesivo, se colocó el extremo del rollo en el cuello, y empezó a vendarse parte de la cabeza y su rostro calcinado. No se cubrió por completo la cara, sino que dejó al descubierto aquellas partes que quedaban intactas; la mitad izquierda, la boca, la nariz y parte de la barbilla. Cuando terminó, se aseguró de que el vendaje era firme y se lo ajustó en la cabeza, donde mechones sueltos de pelo negro le sobresalían por algunos lados.
Luego habló.
—Tengo que ir a buscar una última cosa.
—El caos es una escalera —murmuró. No supo si era algo que había leído en uno de los libros de fantasía que tanto le gustaban, o una de las enseñanzas de su antigua maestra. Pero en ese momento lo encontró lleno de sentido.
—Larguémonos de este estercolero —asintió, con una media sonrisa. Sin embargo, luego añadió algo—. Tenemos que hacer una... Parada obligatoria antes. Tengo que reabastecerme.
El Uchiha se dio media vuelta y comenzó a caminar a paso ligero, esperando que Kaido le seguiría. Los dos exninjas recorrerían las oscuras calles de aquel barrio dejando la antorcha gigante en la que se había convertido el Club de la Trucha atrás, para perderse entre las sombras. Un giro hacia la derecha, otro a la izquierda... Akame parecía conocer a la perfección aquel entramado urbano tan traicionero que podría resultar laberíntico para cualquier extranjero; había tenido suficiente tiempo como para aprendérselo, y muchas veces su propia supervivencia dependió de ello.
Después de un rato, Akame se plantó frente a un edificio destartalado. Parecía un bloque de viviendas muy precario y viejo, situado en el mismo barrio pobre, de tres plantas. Había varias ventanas en la fachada, algunas de ellas estaban tapiadas con tablones de madera, otras tenían los cristales rotos y en general toda la pared del edificio parecía a punto de caerse a trozos. El portal, sin ir más lejos, era apenas un agujero en la pared en el que, en otro tiempo, habría habido una puerta. Más allá del umbral se intuían unas escaleras mugrientas. Akame se volteó hacia su acompañante.
—Espera aquí, no tardo nada.
Luego se adentró en la penumbra de aquel edificio y desapareció.
Volvió cinco minutos después, y su imagen había cambiado radicalmente. No quedaba rastro de las ropas mugrientas y sucias que siempre llevaba Calabaza, y ahora habían sido sustituidas por un yukata de color índigo bajo el que se intuía una camisa de manga corta de color arena. Akame vestía también pantalones de color azul oscuro, bombachos y ceñidos en la pantorrilla por dos botas negras de trabajo. A la espalda, colgada en una funda bandolera, una espada negra.
—Esto está mejor, coño —masculló entre dientes el Uchiha, con una media sonrisa maliciosa—. No voy para pase de modelos pero, bueno, no quería que el Tiburón de Sekiryuu fuera visto con un pordiosero a su lado. Tu reputación no lo soportaría —apostilló, ácido, para luego soltar una breve carcajada algo maniática.
El lugar al que el Uchiha había ido a aprovisionarse de varios enseres de vital importancia no era sino uno de los pisos francos que Tengu —Kunie— tenía repartidos por Oonindo. Por su proximidad con Uzushio, Akame había llegado a conocer aquel, y sabedor de que en estos lugares su antigua maestra siempre ocultaba numerosos recursos, aprovechó la oportunidad. Cualquier otro no hubiera podido encontrarlo, pero él sabía dónde y cómo mirar.
Akame sacó un rollo de vendas blancas y lo miró con gesto insondable. «Es lo mejor.» Quitó el adhesivo, se colocó el extremo del rollo en el cuello, y empezó a vendarse parte de la cabeza y su rostro calcinado. No se cubrió por completo la cara, sino que dejó al descubierto aquellas partes que quedaban intactas; la mitad izquierda, la boca, la nariz y parte de la barbilla. Cuando terminó, se aseguró de que el vendaje era firme y se lo ajustó en la cabeza, donde mechones sueltos de pelo negro le sobresalían por algunos lados.
Luego habló.
—Tengo que ir a buscar una última cosa.