4/05/2019, 02:23
(Última modificación: 4/05/2019, 02:23 por Uchiha Datsue.)
Era de noche en Kaminari no Kuni. Una noche fresca y húmeda a pesar de la llegada del verano. Plagada de nubes. Unas nubes que ocultaban las estrellas. La luna. La luz. Y es que aquella era una noche para lo oculto. Para las cosas que no se hacían a plena luz del día.
Kibo no Hikari era buena prueba de ello. Un pueblo grande, pese a que sus habitantes les gustase llamarse a sí mismos ciudadanos, como lo hacían en la capital del Fuego o de la Espiral. Y es que ellos también contaban con un castillo, un noble habitándolo y murallas rodeando el poblado. Pero dicho castillo tenía el tamaño de un solo torreón del Castillo de Tanzaku. El hombre que lo habitaba, lejos de ser un Señor Feudal, era un noble menor al que apenas conocían tras las fronteras del Rayo. Y las murallas… Bueno, como valor histórico estaban bien, pero hacía tiempo que no cumplían con la función para la que habían nacido. Se caía a pedazos.
Como iba diciendo, Kibo no Hikari era buena prueba de que aquella era la madre de las noches traviesas. La noche en la que algún marido se entretenía más de la cuenta en la taberna y luego se topaba, no sin cierta sorpresa, metiéndose en algún burdel de camino a casa. La noche en la que alguna pareja daba rienda suelta a su pasión en algún callejón oscuro. La noche de la sangre vertida… de distintos tipos, de distintas variedades. La noche de los camellos pasando sustancias de mano en mano. Y, especialmente, la noche de los contrabandistas.
Los contrabandistas llegaban amparados por la noche, en barcas pequeñas y silenciosas, manejables, y se colaban por cabos y recovecos que solo ellos conocían para descargar su mercancía. Al menos, los buenos. Kaido, no obstante, era relativamente nuevo en Sekiryū. Sabía que allí había un puerto que su organización usaba para transportar el omoide, pero todavía no estaba familiarizado con el punto exacto de embarque. Ni con los barcos que se usaban. Menos con los rostros de los marineros que Dragón Rojo empleaba en su beneficio.
Por eso, empezó por lo obvio. Por la noche, acompañado de su nuevo aliado, bajó del pueblo por un camino que serpenteaba el acantilado —a saber cuantas vidas se habían perdido por pisar donde no debían y caer al vacío— hasta llegar a las blancas playas que daban al mar y a un pequeño puerto.
Varios muelles lo conformaban, protegidos del oleaje por dos largos espigones de piedra a lo lejos. Espigones que, en noches de tormenta, eran incapaces de contener las fuertes olas del mar embravecido. Pero aquella, como ya se dijo, no era una de esas noches.
Un gran foco de luz caía en el mar como el reflejo de la luna llena, moviéndose de un lado a otro, coqueto y juguetón. Provenía de un faro situado arriba del acantilado, al que la gente llamaba la Torre de Raijin.
A lo lejos, en uno de los muelles, los jóvenes shinobis divisaron movimiento. No en una barca pequeña, no en un barquito de vela roído y desgastado propio de un contrabandista. Ni en una barca pesquera que tan bien podría llevar pescado en el fondo como cajas de omoide. No, lo que vieron fue una cosa gigantesca. Akame creía que el barco en el que se había subido junto a Kaido y Datsue en su aventura en Isla Monotonía era grande, pero entonces descubrió que aquello era relativo. Y es que, sí, tanto aquel barco como el que veía a lo lejos eran ambos grandes, como un gorila y una ballena lo eran. Pero nadie se atrevía a compararlos porque… Bueno, jugaban en ligas distintas.
Kibo no Hikari era buena prueba de ello. Un pueblo grande, pese a que sus habitantes les gustase llamarse a sí mismos ciudadanos, como lo hacían en la capital del Fuego o de la Espiral. Y es que ellos también contaban con un castillo, un noble habitándolo y murallas rodeando el poblado. Pero dicho castillo tenía el tamaño de un solo torreón del Castillo de Tanzaku. El hombre que lo habitaba, lejos de ser un Señor Feudal, era un noble menor al que apenas conocían tras las fronteras del Rayo. Y las murallas… Bueno, como valor histórico estaban bien, pero hacía tiempo que no cumplían con la función para la que habían nacido. Se caía a pedazos.
Como iba diciendo, Kibo no Hikari era buena prueba de que aquella era la madre de las noches traviesas. La noche en la que algún marido se entretenía más de la cuenta en la taberna y luego se topaba, no sin cierta sorpresa, metiéndose en algún burdel de camino a casa. La noche en la que alguna pareja daba rienda suelta a su pasión en algún callejón oscuro. La noche de la sangre vertida… de distintos tipos, de distintas variedades. La noche de los camellos pasando sustancias de mano en mano. Y, especialmente, la noche de los contrabandistas.
Los contrabandistas llegaban amparados por la noche, en barcas pequeñas y silenciosas, manejables, y se colaban por cabos y recovecos que solo ellos conocían para descargar su mercancía. Al menos, los buenos. Kaido, no obstante, era relativamente nuevo en Sekiryū. Sabía que allí había un puerto que su organización usaba para transportar el omoide, pero todavía no estaba familiarizado con el punto exacto de embarque. Ni con los barcos que se usaban. Menos con los rostros de los marineros que Dragón Rojo empleaba en su beneficio.
Por eso, empezó por lo obvio. Por la noche, acompañado de su nuevo aliado, bajó del pueblo por un camino que serpenteaba el acantilado —a saber cuantas vidas se habían perdido por pisar donde no debían y caer al vacío— hasta llegar a las blancas playas que daban al mar y a un pequeño puerto.
Varios muelles lo conformaban, protegidos del oleaje por dos largos espigones de piedra a lo lejos. Espigones que, en noches de tormenta, eran incapaces de contener las fuertes olas del mar embravecido. Pero aquella, como ya se dijo, no era una de esas noches.
Un gran foco de luz caía en el mar como el reflejo de la luna llena, moviéndose de un lado a otro, coqueto y juguetón. Provenía de un faro situado arriba del acantilado, al que la gente llamaba la Torre de Raijin.
A lo lejos, en uno de los muelles, los jóvenes shinobis divisaron movimiento. No en una barca pequeña, no en un barquito de vela roído y desgastado propio de un contrabandista. Ni en una barca pesquera que tan bien podría llevar pescado en el fondo como cajas de omoide. No, lo que vieron fue una cosa gigantesca. Akame creía que el barco en el que se había subido junto a Kaido y Datsue en su aventura en Isla Monotonía era grande, pero entonces descubrió que aquello era relativo. Y es que, sí, tanto aquel barco como el que veía a lo lejos eran ambos grandes, como un gorila y una ballena lo eran. Pero nadie se atrevía a compararlos porque… Bueno, jugaban en ligas distintas.
¡Agradecimientos a Daruu por el dibujo de PJ y avatar tan OP! ¡Y a Reiji y Ayame por la firmaza! Si queréis una parecida, este es el lugar adecuado