9/11/2015, 23:22
(Última modificación: 10/11/2015, 08:26 por Aotsuki Ayame.)
Los escalones chirriaron bajo sus pies, lastimeros, pero Ayame ni siquiera los escuchaba. El centro de su atención era la entrada de la mansión, que la atraía con la fuerza gravitacional de un agujero negro. Atravesó el umbral sin vacilar, y en cuanto puso un pie en el interior del edificio...
¡BLAM!
La puerta restalló a su espalda, y Ayame salió de aquel extraño trance en el que se había sumergido con un súbito brinco. Aturdida, giró la cabeza a derecha e izquierda varias veces.
—¿Qué ha...? —balbuceó, con un hilo de voz.
Ni siquiera el hecho de que la atmósfera parecía más acogedora que desde el exterior, ni siquiera la calidez y la luz de los candelabros del techo lograba apaciguarla. Había entrado en una casa que parecía sacada de un cuento de terror sin siquiera haberlo deseado, y ahora se encontraba plantada en un recibidor de aspecto rústico como un pelele desorientado. Como la lengua de la boca del lobo, una alfombra roja con serpenteantes motivos dorados se extendía sobre el suelo de madera oscura. En el centro se alineaban las dos mesas más largas y fastuosas que hubiese podido ver en toda su vida. Igual de pomposos eran los retratos que colgaban de las paredes, pero Ayame fue incapaz de mirarlos durante varios segundos seguidos sin que le sobreviniera una angustiosa congoja.
De alguna manera, la mansión parecía incluso más grande que vista desde fuera. De hecho, ¿la mansión tenía dos pisos?
—No, no, no... —gimoteaba, aterrorizada.
Ni siquiera se dio cuenta de que no estaba sola en el lugar. Se abalanzó de vuelta sobre la puerta de entrada e intentó abrirla con todas sus fuerzas.
—¡No pienso quedarme aquí!
¡BLAM!
La puerta restalló a su espalda, y Ayame salió de aquel extraño trance en el que se había sumergido con un súbito brinco. Aturdida, giró la cabeza a derecha e izquierda varias veces.
—¿Qué ha...? —balbuceó, con un hilo de voz.
Ni siquiera el hecho de que la atmósfera parecía más acogedora que desde el exterior, ni siquiera la calidez y la luz de los candelabros del techo lograba apaciguarla. Había entrado en una casa que parecía sacada de un cuento de terror sin siquiera haberlo deseado, y ahora se encontraba plantada en un recibidor de aspecto rústico como un pelele desorientado. Como la lengua de la boca del lobo, una alfombra roja con serpenteantes motivos dorados se extendía sobre el suelo de madera oscura. En el centro se alineaban las dos mesas más largas y fastuosas que hubiese podido ver en toda su vida. Igual de pomposos eran los retratos que colgaban de las paredes, pero Ayame fue incapaz de mirarlos durante varios segundos seguidos sin que le sobreviniera una angustiosa congoja.
De alguna manera, la mansión parecía incluso más grande que vista desde fuera. De hecho, ¿la mansión tenía dos pisos?
—No, no, no... —gimoteaba, aterrorizada.
Ni siquiera se dio cuenta de que no estaba sola en el lugar. Se abalanzó de vuelta sobre la puerta de entrada e intentó abrirla con todas sus fuerzas.
—¡No pienso quedarme aquí!