24/09/2019, 00:28
Su hoja, infalible, logró su acometida. Kaido cercenó el cerebro de una de las valientes, y a Corozzio le dejó pendiendo de un fino hilo, con la vida escabulléndose a propulsión por la sangre que derramaba sus profundas heridas y que tintaba el azul cristalino de un profundo rojo vívido que cubrió al gyojin en un abrazo gutural. Por un momento el escualo se sintió aliviado, y en paz. Una victoria. Otra más. Y de a una en una se ganaban las guerras, ¿no? pero aquella se le estaba haciendo demasiado larga. Muchos frentes a la vez, y un ejército de un solo hombre a disposición. Él. Ni Scylio, ni el maestro ni mierdas. Nadie movía una sola aleta para el supuesto plan maestro. No había indicios de refuerzos, ni de la Reina... ¿y si solo les habían enviado allí a morir como carnada, sólo para provocar a las orcas? ¿para enviar un mensaje? ¿había sido usado como una jodida bomba suicida?
Rió, entre los mares de sangre, con ironía. Y él que había escapado de Ame para ser libre, pero seguía librando batallas ajenas. Por un momento estuvo a punto de admitir su destino. Estaba cansado. Cansado de remar a contracorriente. Una y otra vez, una y otra vez. Guardó su espada en el cinto, cerró los ojos y abrió los brazos en forma de cruz. Los chasquidos iban y venían, y las orcas no tardarían en encontrarle entre la sangre de sus difuntos parientes. Las opciones se le acababan. El chakra se le agotaba. El reloj de arena pronto soltaría sus últimos granos al vacío y la muerte más certera no tardaría mucho en alcanzarle. En ganarle la carrera.
Tic, tac. Tic, tac. Tic....
—Tac, Tic, tac. Se acabó el tiempo, Kaido. La tormenta está yendo a peor, continuemos cuando el mar se calme un poco —soltó Yarou, su maestro, que se balanceaba gracias al Suimen Hokō no Gyō sobre las olas de las costas que daban a la playa de Amenokami. El mar estaba turbio, y Kaido luchaba por mantenerse a flote entre la tormentosa marea que descargaba toda su furia sobre las rocosas de la orilla. Llovía a cántaros. Tronaba. Era una tarde de tormenta intensa, y ahí estaba el escualo, entrenando.
—¡No, joder, no! ¡Yo puedo, coño, yo puedo!
—No, no estás listo. Y en estas condiciones menos. ¿Porqué no volv...
—¡Que no, mierda! ¡vamos de nuevo! ¡Suika no jutsu! ¡ser uno con el mar! ¡usar la marea y expandir mi chakra para convertirla en mi aliada. ¡Ser uno con el mar, venga, fácil!
No podía estar más equivocado. Yarou lo sabía. Después de esa tarde, Kaido lo intentó durante más tiempo del que hubiera querido admitir. Y cuando Yarou murió en aquella noche fatídica en la que le dieron caza a todo su reducto, el gyojin perdió además de un amigo, un maestro. Su interés se vio diluido y, de pronto, las habilidades de su clan se convirtieron en un austero recuerdo que dolía cada vez que la intentaba ejecutar.
¿Pero qué era el dolor? ¿un combustible? ¿un desencadenante?
Algo ardió en su interior cuando el recuerdo desapareció, junto a la sangre de sus enemigos.
Las orcas sentirían cómo las manos de amenokami revolearían las corrientes, generando un torbellino de agua y sangre alrededor de la mancha efusiva que respondía, a través de la ecolocación, a Umikiba Kaido. De pronto el oleaje se movió de forma antinatural, de una manera atípica, y se alzó portentosa en una especie de ola solemne cuya silueta se asemejaba a la de un monstruo legendario cuyas proporciones superaban probablemente casi quince metros de diámetro. Cuando la sangre se difuminó, dos enormes brazos cristalinos se movieron al unísono que el portador, y tras un arrebato fúrico, Kaido el Umibōzu descargó todo el peso de su ira sobre las ínfimas y pequeñas orcas que le rodeaban.
Rió, entre los mares de sangre, con ironía. Y él que había escapado de Ame para ser libre, pero seguía librando batallas ajenas. Por un momento estuvo a punto de admitir su destino. Estaba cansado. Cansado de remar a contracorriente. Una y otra vez, una y otra vez. Guardó su espada en el cinto, cerró los ojos y abrió los brazos en forma de cruz. Los chasquidos iban y venían, y las orcas no tardarían en encontrarle entre la sangre de sus difuntos parientes. Las opciones se le acababan. El chakra se le agotaba. El reloj de arena pronto soltaría sus últimos granos al vacío y la muerte más certera no tardaría mucho en alcanzarle. En ganarle la carrera.
Tic, tac. Tic, tac. Tic....
. . .
—Tac, Tic, tac. Se acabó el tiempo, Kaido. La tormenta está yendo a peor, continuemos cuando el mar se calme un poco —soltó Yarou, su maestro, que se balanceaba gracias al Suimen Hokō no Gyō sobre las olas de las costas que daban a la playa de Amenokami. El mar estaba turbio, y Kaido luchaba por mantenerse a flote entre la tormentosa marea que descargaba toda su furia sobre las rocosas de la orilla. Llovía a cántaros. Tronaba. Era una tarde de tormenta intensa, y ahí estaba el escualo, entrenando.
—¡No, joder, no! ¡Yo puedo, coño, yo puedo!
—No, no estás listo. Y en estas condiciones menos. ¿Porqué no volv...
—¡Que no, mierda! ¡vamos de nuevo! ¡Suika no jutsu! ¡ser uno con el mar! ¡usar la marea y expandir mi chakra para convertirla en mi aliada. ¡Ser uno con el mar, venga, fácil!
No podía estar más equivocado. Yarou lo sabía. Después de esa tarde, Kaido lo intentó durante más tiempo del que hubiera querido admitir. Y cuando Yarou murió en aquella noche fatídica en la que le dieron caza a todo su reducto, el gyojin perdió además de un amigo, un maestro. Su interés se vio diluido y, de pronto, las habilidades de su clan se convirtieron en un austero recuerdo que dolía cada vez que la intentaba ejecutar.
¿Pero qué era el dolor? ¿un combustible? ¿un desencadenante?
Algo ardió en su interior cuando el recuerdo desapareció, junto a la sangre de sus enemigos.
. . .
«¡Arrrrrrrrrrrrghhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh!»
Las orcas sentirían cómo las manos de amenokami revolearían las corrientes, generando un torbellino de agua y sangre alrededor de la mancha efusiva que respondía, a través de la ecolocación, a Umikiba Kaido. De pronto el oleaje se movió de forma antinatural, de una manera atípica, y se alzó portentosa en una especie de ola solemne cuya silueta se asemejaba a la de un monstruo legendario cuyas proporciones superaban probablemente casi quince metros de diámetro. Cuando la sangre se difuminó, dos enormes brazos cristalinos se movieron al unísono que el portador, y tras un arrebato fúrico, Kaido el Umibōzu descargó todo el peso de su ira sobre las ínfimas y pequeñas orcas que le rodeaban.