7/10/2019, 20:33
Mientras los muchachos caminaban, dejando ya atrás el desfiladero, Kisame continuaba con aquella conversación por otros derroteros. Akame lo prefería así; pese a su condición de criminal buscado, era un tipo que disfrutaba con una conversación, incluso aunque él no fuese especialmente docto en el arte de la palabra. Viajar solo era algo a lo que había llegado a acostumbrarse, pero le hastiaba de sobremanera y prefería hacer el camino acompañado de ser posible.
—¿El té negro, eh? Debo admitir que nunca he probado uno lo suficientemente bueno como para preferirlo por encima del blanco o el rojo, o no digamos ya el verde —admitió Akame, mientras bordeaba un enorme cascote que había quedado plantado en mitad del sendero, probablemente fruto de algún derrumbamiento. Luego añadió—. Bueno, las personas somos así. Nos gustan las cosas que nos destruyen, el alcohol y otras drogas, la aventura, el riesgo... Las mujeres, en mi caso.
Soltó una carcajada ácida, e instintivamente se palpó la pluma azul que llevaba sobre la oreja izquierda.
—¿Tienes novia, Kisame-san? O novio, claro. No soy de los que va discriminando por ese tipo de cosas.
En ese momento los muchachos pudieron vislumbrar el fin del sendero. El desfiladero ya había quedado atrás para dar paso a un camino mucho más transitable que pasaba entre dos montañas muy altas, cuesta abajo. Al final del mismo, se podían intuir ya unas manchas verdosas que debían ser —con toda probabilidad— las planicies de hierba verde tras la frontera del País del Bosque.
«Allá vamos...»
—¿El té negro, eh? Debo admitir que nunca he probado uno lo suficientemente bueno como para preferirlo por encima del blanco o el rojo, o no digamos ya el verde —admitió Akame, mientras bordeaba un enorme cascote que había quedado plantado en mitad del sendero, probablemente fruto de algún derrumbamiento. Luego añadió—. Bueno, las personas somos así. Nos gustan las cosas que nos destruyen, el alcohol y otras drogas, la aventura, el riesgo... Las mujeres, en mi caso.
Soltó una carcajada ácida, e instintivamente se palpó la pluma azul que llevaba sobre la oreja izquierda.
—¿Tienes novia, Kisame-san? O novio, claro. No soy de los que va discriminando por ese tipo de cosas.
En ese momento los muchachos pudieron vislumbrar el fin del sendero. El desfiladero ya había quedado atrás para dar paso a un camino mucho más transitable que pasaba entre dos montañas muy altas, cuesta abajo. Al final del mismo, se podían intuir ya unas manchas verdosas que debían ser —con toda probabilidad— las planicies de hierba verde tras la frontera del País del Bosque.
«Allá vamos...»