25/10/2019, 12:49
«Qué bastardo…» Así que era eso a lo que se enfrentaba. Silbó, impresionado, y algo entre las nubes se revolvió. Guardó el hacha en el cinto —no iba a necesitarla contra aquella bestia—, y replanteó su táctica. Luchar a fuerza bruta contra Ryū era un suicidio. Por eso se había negado a invocar a Tormenta Pálida para aquel combate —por mucho que Viento Blanco le hubiese insistido—, y por eso se resistía a pedir la ayuda de Susano’o. Le vendría de perlas cualquiera de los dos, pero sería entrar en el juego del Gran Dragón. Y a chakra, no le ganaba nadie.
Contempló los dientes serrados de aquella bestia colosal. Babeaba un líquido rosáceo, como si le sangrasen las encías; sus garras eran largas katanas; y su cola, un látigo que lucía increíblemente ágil para su tamaño.
Zaide sacudió la cabeza. «No ahora… No ahora».
Ryū contempló a Zaide desde lo alto. Vio su mirada nublada por un instante. Su cabeza, sacudiéndose como si quisiese espantar un mosquito molesto. «Patético». Él le había regalado la oportunidad de brillar. Había cortado de raíz su mayor debilidad, le había librado del contrapeso que le retenía de salir a la superficie, pero seguía igual de blando. Igual de sentimental.
Consideró hacer un Kage Bunshin, pero desechó la idea. Si Zaide se atrevía a meterle en uno de sus Genjutsus, no sería su clon, sino Fauces Rojas, quien le librase de él. Aprovecharía la inmovilidad del Uchiha para aplastarle contra el suelo y poner fin a aquel combate.
Akame oyó el grito de Zaide alto y claro:
—¡Raiton: Hebi Mikazushi!
Dos rayos salieron de sus manos: el primero, zigzagueó con muy malas intenciones hacia el ojo izquierdo del dragón de Komodo; el segundo, directo al Gran Dragón. La bestia enseñó su lengua bifurcada y sopló, como un humano que quiere apartar el molesto humo del cigarro de su acompañante. No le hizo falta más para deshacerse de aquellas chispitas. Ryū adivinó el movimiento rectilíneo del segundo y simplemente se hizo a un lado, dejando que el rayo desapareciese en el cielo.
Al seguirlo con la vista, Akame vio algo inusual. Una pequeña mancha que no paraba de nadar sobre el mar azul. Podía ser un ave cualquiera, pero su Sharingan le decía que, pese a tener poquito, su chakra era demasiado grande para un simple animal corriente.
Sus ojos tuvieron que volver al campo de batalla. Ryū acababa de estrellar su Dai Tsuchi contra el suelo, y el dragón de Komodo, atento al esquive de Zaide, había aplastado al Uchiha con su enorme cola. O lo hubiese hecho, de este no haber saltado en el último momento.
Zaide se sentía contra las cuerdas. Estaba economizando cada puto movimiento; un avaro del chakra. Pero en aquella ocasión no le iba a quedar más remedio que despilfarrar un poco. La desventaja era evidente y su velocidad no siempre iba a ser suficiente.
¿Debía reventarlo? El punto débil de todo gigante es que son un blanco sencillo. Si marcaba bien los tiempos, era imposible fallar. Aunque, ¿sería así de fácil? Aquella bestia dominaba, al menos, el fuuton. Y había oído que…
Saltó sobre el martillo de Ryū, aterrizó sobre sus hombros e hizo una pirueta hacia atrás para evitar otro coletazo de la bestia.
… Y había oído que los dragones de Komodo contaban con una auténtica armadura bajo sus escamas, diminutos pero centenares de huesos entrelazados entre sí para formar una malla. No podía arriesgarse a quedarse a medias.
Sonrió. Ryū no tenía ni puta idea de lo que se le venía encima.
Ryū maniobró con su Dai Tsuchi y la hizo girar sobre su cabeza como un molino. Una vuelta, dos, tres… y la estampó sobre el topo dorado. Pero la centella se apartó a la izquierda, justo a tiempo, para luego saltar sobre su Dai Tsuchi y correr sobre el mango de dos metros. Ryū vio venir una patada sobre su cara y puso un brazo en medio. La pierna del Uchiha rebotó contra sus escamas como una ola sobre un acantilado. Le vio dar una pirueta sobre él y caer a sus espaldas. «Te tengo donde quería…»
Zaide aprovechó el aterrizaje para dejar su cuerpo bajar, flexionando las rodillas y esquivando justo a tiempo un codazo que le hubiese reventado el cráneo. El brazo del Gran Dragón pasó sobre su cabeza como un árbol talado, dejándole justo en el punto que Zaide quería.
Ryū creía que ya le tenía, pero se equivocaba. Con el rabillo del ojo vio la punta de la gran cola del dragón de Komodo precipitársele, imbuida en chakra, y eso solo le hizo sonreír más. Apoyó la palma de la mano sobre el costado de Ryū y dejó que…
Umikiba Kaido lo había contemplado todo con dificultad. Para él, Zaide no era más que una sombra danzante que dejaba un rastro amarillo. Una maldita luciérnaga, riéndose del matamoscas con el que trataban de atinarle.
Hasta que uno de los dos combatientes cometió un error. Zaide se había situado a espaldas de Ryū. Le había tocado con la palma de una mano, como queriendo empujar una montaña, y no se había dado cuenta —o le había importado una mierda— del peligro que se cernía sobre él desde el otro lado. Y, en realidad, lo que había tocado era un tronco cortado. Ryū había usado el Kawarimi en el último suspiro.
La cola del gigante impactó contra Zaide como si no fuese más que un mosquito molesto. Salió despedido hacia los Ryūtōs, colisionando contra el suelo como un trapo viejo y por unos largos segundos no fue más que una maraña de brazos y piernas dando vueltas sin control, levantando una polvareda de sal a su paso. Cuando al fin se detuvo, su cuerpo quedó tendido en el suelo, inerte.
Se produjo un largo silencio.
Cof… cof…
Zaide se levantó por puro nervio. Un pie al suelo, una rodilla hincada, y arriba. Arriba. ¡Arriba! Le palpitaba la sien y apenas podía hinchar los pulmones, le dolían demasiado las costillas al coger aire. Cuando al fin consiguió erguirse, sintió el vómito en su garganta y se dobló en dos, echando esputos por la boca. No, no vómito, sangre, manchando aquel lienzo en blanco de tinta roja. Sudaba. Tenía el rostro teñido por el dolor y el mero hecho de volver a enderezarse le arrancó un quejido. Levantó los talones, quiso dar saltitos de una pierna a otra, para probarse, pero se quedó en intento. Debía tener alguna costilla rota.
Vio a los Ryūtōs a su izquierda, en sus putos altares de mierda, mirándole desde arriba. El mero hecho de levantar una mano y enseñarles el dedo corazón le hizo apretar los dientes. Pero mereció la pena. Les dio la espalda, se tomó un par de pastillas y contempló su perdición.
Como conocedor de su destino, el cielo empezó a encapotarse.
Contempló los dientes serrados de aquella bestia colosal. Babeaba un líquido rosáceo, como si le sangrasen las encías; sus garras eran largas katanas; y su cola, un látigo que lucía increíblemente ágil para su tamaño.
«Solo olvídame…»
Zaide sacudió la cabeza. «No ahora… No ahora».
Ryū contempló a Zaide desde lo alto. Vio su mirada nublada por un instante. Su cabeza, sacudiéndose como si quisiese espantar un mosquito molesto. «Patético». Él le había regalado la oportunidad de brillar. Había cortado de raíz su mayor debilidad, le había librado del contrapeso que le retenía de salir a la superficie, pero seguía igual de blando. Igual de sentimental.
Consideró hacer un Kage Bunshin, pero desechó la idea. Si Zaide se atrevía a meterle en uno de sus Genjutsus, no sería su clon, sino Fauces Rojas, quien le librase de él. Aprovecharía la inmovilidad del Uchiha para aplastarle contra el suelo y poner fin a aquel combate.
Akame oyó el grito de Zaide alto y claro:
—¡Raiton: Hebi Mikazushi!
Dos rayos salieron de sus manos: el primero, zigzagueó con muy malas intenciones hacia el ojo izquierdo del dragón de Komodo; el segundo, directo al Gran Dragón. La bestia enseñó su lengua bifurcada y sopló, como un humano que quiere apartar el molesto humo del cigarro de su acompañante. No le hizo falta más para deshacerse de aquellas chispitas. Ryū adivinó el movimiento rectilíneo del segundo y simplemente se hizo a un lado, dejando que el rayo desapareciese en el cielo.
Al seguirlo con la vista, Akame vio algo inusual. Una pequeña mancha que no paraba de nadar sobre el mar azul. Podía ser un ave cualquiera, pero su Sharingan le decía que, pese a tener poquito, su chakra era demasiado grande para un simple animal corriente.
¡¡¡BAAAAMMMMM!!!
Sus ojos tuvieron que volver al campo de batalla. Ryū acababa de estrellar su Dai Tsuchi contra el suelo, y el dragón de Komodo, atento al esquive de Zaide, había aplastado al Uchiha con su enorme cola. O lo hubiese hecho, de este no haber saltado en el último momento.
Zaide se sentía contra las cuerdas. Estaba economizando cada puto movimiento; un avaro del chakra. Pero en aquella ocasión no le iba a quedar más remedio que despilfarrar un poco. La desventaja era evidente y su velocidad no siempre iba a ser suficiente.
¿Debía reventarlo? El punto débil de todo gigante es que son un blanco sencillo. Si marcaba bien los tiempos, era imposible fallar. Aunque, ¿sería así de fácil? Aquella bestia dominaba, al menos, el fuuton. Y había oído que…
Saltó sobre el martillo de Ryū, aterrizó sobre sus hombros e hizo una pirueta hacia atrás para evitar otro coletazo de la bestia.
… Y había oído que los dragones de Komodo contaban con una auténtica armadura bajo sus escamas, diminutos pero centenares de huesos entrelazados entre sí para formar una malla. No podía arriesgarse a quedarse a medias.
Sonrió. Ryū no tenía ni puta idea de lo que se le venía encima.
Ryū maniobró con su Dai Tsuchi y la hizo girar sobre su cabeza como un molino. Una vuelta, dos, tres… y la estampó sobre el topo dorado. Pero la centella se apartó a la izquierda, justo a tiempo, para luego saltar sobre su Dai Tsuchi y correr sobre el mango de dos metros. Ryū vio venir una patada sobre su cara y puso un brazo en medio. La pierna del Uchiha rebotó contra sus escamas como una ola sobre un acantilado. Le vio dar una pirueta sobre él y caer a sus espaldas. «Te tengo donde quería…»
Zaide aprovechó el aterrizaje para dejar su cuerpo bajar, flexionando las rodillas y esquivando justo a tiempo un codazo que le hubiese reventado el cráneo. El brazo del Gran Dragón pasó sobre su cabeza como un árbol talado, dejándole justo en el punto que Zaide quería.
Ryū creía que ya le tenía, pero se equivocaba. Con el rabillo del ojo vio la punta de la gran cola del dragón de Komodo precipitársele, imbuida en chakra, y eso solo le hizo sonreír más. Apoyó la palma de la mano sobre el costado de Ryū y dejó que…
¡Pluff!
¡¡¡PAAAMMMMMMMMM!!!
¡¡¡PAAAMMMMMMMMM!!!
Umikiba Kaido lo había contemplado todo con dificultad. Para él, Zaide no era más que una sombra danzante que dejaba un rastro amarillo. Una maldita luciérnaga, riéndose del matamoscas con el que trataban de atinarle.
Hasta que uno de los dos combatientes cometió un error. Zaide se había situado a espaldas de Ryū. Le había tocado con la palma de una mano, como queriendo empujar una montaña, y no se había dado cuenta —o le había importado una mierda— del peligro que se cernía sobre él desde el otro lado. Y, en realidad, lo que había tocado era un tronco cortado. Ryū había usado el Kawarimi en el último suspiro.
La cola del gigante impactó contra Zaide como si no fuese más que un mosquito molesto. Salió despedido hacia los Ryūtōs, colisionando contra el suelo como un trapo viejo y por unos largos segundos no fue más que una maraña de brazos y piernas dando vueltas sin control, levantando una polvareda de sal a su paso. Cuando al fin se detuvo, su cuerpo quedó tendido en el suelo, inerte.
Se produjo un largo silencio.
Cof… cof…
«Déjalo ya, hermano. Descansa. Solo descansa…»
Zaide se levantó por puro nervio. Un pie al suelo, una rodilla hincada, y arriba. Arriba. ¡Arriba! Le palpitaba la sien y apenas podía hinchar los pulmones, le dolían demasiado las costillas al coger aire. Cuando al fin consiguió erguirse, sintió el vómito en su garganta y se dobló en dos, echando esputos por la boca. No, no vómito, sangre, manchando aquel lienzo en blanco de tinta roja. Sudaba. Tenía el rostro teñido por el dolor y el mero hecho de volver a enderezarse le arrancó un quejido. Levantó los talones, quiso dar saltitos de una pierna a otra, para probarse, pero se quedó en intento. Debía tener alguna costilla rota.
Vio a los Ryūtōs a su izquierda, en sus putos altares de mierda, mirándole desde arriba. El mero hecho de levantar una mano y enseñarles el dedo corazón le hizo apretar los dientes. Pero mereció la pena. Les dio la espalda, se tomó un par de pastillas y contempló su perdición.
Como conocedor de su destino, el cielo empezó a encapotarse.
¡Agradecimientos a Daruu por el dibujo de PJ y avatar tan OP! ¡Y a Reiji y Ayame por la firmaza! Si queréis una parecida, este es el lugar adecuado