11/11/2019, 14:12
«Mierda.»
Akame ni siquiera escuchó el lamento de auxilio de Otohime, ni la petición desesperada de Kyuutsuki. Su atención estaba puesta en la titánica masa de chakra de fuego y viento que se abalanzaba sobre todos ellos, un auténtico tsunami de llamas que no podía haber sido obra de otra persona más que del Gran Dragón. Él, que le había apodado así con no poca retranca e ironía para burlarse del miedo con el que todos trataban a Ryu, comprendió en ese instante lo equivocado que había estado. Y la gravedad de su error. Subestimar a aquella auténtica bestia parda había sido el último de una lista de meteduras de pata que Akame parecía empeñado en engrosar a cada día que pasaba. Mas, no era el momento de reprenderse por su falta de buen juicio y cautela... Sino de actuar.
«Es imposible que vayamos a enfrentar a una técnica de ese calibre», entendió el Uchiha al momento. Podía ser que la Anciana, Kaido y Kyuutsuki pensaran que uniendo sus fuerzas tendrían una posibilida de prevalecer ante la arrolladora fuerza de la técnica combinada de Ryu; pero él tenía el Sharingan, y podía ver el chakra en estado puro. Podía calcular exactamente la letalidad de aquel jutsu, y sabía que no tenían nada que hacer. Así pues, decidió tomar el camino que siempre acababa recorriendo: el suyo propio.
Akame realizó el sello del Tigre con una mano y desapareció en un parpadeo, reapareciendo su figura junto a la de Otohime. El Uchiha la agarró de un brazo mientras su ojo izquierdo tomaba la forma de un Mangekyō Sharingan espiralado, invocando el poder de la Diosa del Amanecer. Chispas de chakra carmesí les envolvieron a ambos un instante antes de que aquella marea de fuego les engullese...
Uchiha y dama reaparecerían a una distancia segura, más allá de los tronos de hielo —ahora probablemente derretidos— y el choque de técnicas. Akame jadeaba y su ojo izquierdo sangraba ligeramente, con un hilillo de fluido rojo oscuro que se le resbalaba por la mejilla. Le dolía a horrores y se sentía como si le hubieran encedido una candela en los pulmones... Pero estaba a salvo. Miró a su lado, a Otohime.
—Ahora te creo.
Akame ni siquiera escuchó el lamento de auxilio de Otohime, ni la petición desesperada de Kyuutsuki. Su atención estaba puesta en la titánica masa de chakra de fuego y viento que se abalanzaba sobre todos ellos, un auténtico tsunami de llamas que no podía haber sido obra de otra persona más que del Gran Dragón. Él, que le había apodado así con no poca retranca e ironía para burlarse del miedo con el que todos trataban a Ryu, comprendió en ese instante lo equivocado que había estado. Y la gravedad de su error. Subestimar a aquella auténtica bestia parda había sido el último de una lista de meteduras de pata que Akame parecía empeñado en engrosar a cada día que pasaba. Mas, no era el momento de reprenderse por su falta de buen juicio y cautela... Sino de actuar.
«Es imposible que vayamos a enfrentar a una técnica de ese calibre», entendió el Uchiha al momento. Podía ser que la Anciana, Kaido y Kyuutsuki pensaran que uniendo sus fuerzas tendrían una posibilida de prevalecer ante la arrolladora fuerza de la técnica combinada de Ryu; pero él tenía el Sharingan, y podía ver el chakra en estado puro. Podía calcular exactamente la letalidad de aquel jutsu, y sabía que no tenían nada que hacer. Así pues, decidió tomar el camino que siempre acababa recorriendo: el suyo propio.
Akame realizó el sello del Tigre con una mano y desapareció en un parpadeo, reapareciendo su figura junto a la de Otohime. El Uchiha la agarró de un brazo mientras su ojo izquierdo tomaba la forma de un Mangekyō Sharingan espiralado, invocando el poder de la Diosa del Amanecer. Chispas de chakra carmesí les envolvieron a ambos un instante antes de que aquella marea de fuego les engullese...
«Zzzzzup.»
Uchiha y dama reaparecerían a una distancia segura, más allá de los tronos de hielo —ahora probablemente derretidos— y el choque de técnicas. Akame jadeaba y su ojo izquierdo sangraba ligeramente, con un hilillo de fluido rojo oscuro que se le resbalaba por la mejilla. Le dolía a horrores y se sentía como si le hubieran encedido una candela en los pulmones... Pero estaba a salvo. Miró a su lado, a Otohime.
—Ahora te creo.