19/01/2020, 15:55
—La niña salió corriendo aprovechando la confusión y Nejima salió tras ella. El ali... Ayame envió un clon tras Nejima, y poco después me envolvió en una especie de niebla... —confesó Kodama—. Pero poco después la niebla desapareció. Seguí los rastros hasta aquí, como vosotros. ¡Y ya nada más! ¡Vamos, hijo de puta, mátame, termina con esto! —gritó—. Ya nada tiene sentido para mi.
—Kōri, la he encontrado —informó Daruu—. Acaba con ella y bajemos. Está en una cobacha en la pared del desfiladero, allá abajo. Hay otro hombre, varios niños y un... ¿halcón gigante? Debe de ser un Kuchiyose. Ayame no está atada, los niños tampoco. Están hablando tranquilamente, no parecen enemigos.
A Kōri ni siquiera le tembló el pulso. Ya habían obtenido toda la información que necesitaban, por lo que no era necesario seguir con aquel interrogatorio y prolongar su sufrimiento. Liberó una de sus manos, en la que hizo aparecer un afilado y largo carámbano de hielo y lo hundió justo en el corazón de la muchacha. Podría reunirse con su amado Nejima en el más allá, si es que merecían de algo así después de todo lo que habían hecho.
—Bien hecho, Daruu —le felicitó, antes de morderse el dedo pulgar y bañar con su sangre la tierra.
Tras una nube de humo, un enorme búho nival desplegó sus alas con un suave ulular.
—Bajemos.
Lejos de ganar su fascinación, Ayame fue recibida con más miedo. Los chiquillos se pegaron aún más a la pared, e incluso uno de ellos pateó una patada intentando acertarle en el rostro. No lo consiguió por poco, pero Ayame retrocedió, apenada.
—Guau —oyó el granido de Takeshi a su espalda.
—Vaya, qué interesante. Cada vez me gustas más, chica —sonrió Yokuna, y Ayame se ruborizó hasta las orejas—, pero haz el favor de no asustar más a los críos. Ten en cuenta que sus padres han muerto a manos de magia como esa. No olvidemos que los exiliados son genin.
Ella suspiró con pesar.
—Lo siento... —le dijo a los chiquillos, antes de alejarse de ellos. Las alas de agua se desvanecieron tras su espalda, internándose de nuevo en su cuerpo.
—A propósito de eso, Yokuna-kun. Uno de ellos cayó por el foso. Está muerto.
Aquella revelación no pilló por sorpresa a Ayame; después de todo, ella misma le había visto caer. Pero aún así despertó un extraño sentimiento en su pecho. No era arrepentimiento, ni siquiera pesar por él. Quizás, el mero hecho de haberlo conocido, estuviese despertando un mínimo de empatía hacia su terrible muerte. Pero no tardó en hacerla a un lado, sacudiendo la cabeza.
«No volverás a hacer daño, Nejima. A nadie más.»
—Uno menos —resopló Yokuna—. Pero en la última emboscada fueron diez. Y estoy seguro de que habrán más.
Ayame reparó de repente en algo, y se volvió hacia Yokuna entre ligeros saltitos.
—Antes has dicho que eres el único aquí capaz de volar solo. ¿Sin Takeshi? ¿Acaso también...? —preguntó, mirándole encima de los hombros con suma curiosidad.
—Kōri, la he encontrado —informó Daruu—. Acaba con ella y bajemos. Está en una cobacha en la pared del desfiladero, allá abajo. Hay otro hombre, varios niños y un... ¿halcón gigante? Debe de ser un Kuchiyose. Ayame no está atada, los niños tampoco. Están hablando tranquilamente, no parecen enemigos.
A Kōri ni siquiera le tembló el pulso. Ya habían obtenido toda la información que necesitaban, por lo que no era necesario seguir con aquel interrogatorio y prolongar su sufrimiento. Liberó una de sus manos, en la que hizo aparecer un afilado y largo carámbano de hielo y lo hundió justo en el corazón de la muchacha. Podría reunirse con su amado Nejima en el más allá, si es que merecían de algo así después de todo lo que habían hecho.
—Bien hecho, Daruu —le felicitó, antes de morderse el dedo pulgar y bañar con su sangre la tierra.
Tras una nube de humo, un enorme búho nival desplegó sus alas con un suave ulular.
—Bajemos.
. . .
Lejos de ganar su fascinación, Ayame fue recibida con más miedo. Los chiquillos se pegaron aún más a la pared, e incluso uno de ellos pateó una patada intentando acertarle en el rostro. No lo consiguió por poco, pero Ayame retrocedió, apenada.
—Guau —oyó el granido de Takeshi a su espalda.
—Vaya, qué interesante. Cada vez me gustas más, chica —sonrió Yokuna, y Ayame se ruborizó hasta las orejas—, pero haz el favor de no asustar más a los críos. Ten en cuenta que sus padres han muerto a manos de magia como esa. No olvidemos que los exiliados son genin.
Ella suspiró con pesar.
—Lo siento... —le dijo a los chiquillos, antes de alejarse de ellos. Las alas de agua se desvanecieron tras su espalda, internándose de nuevo en su cuerpo.
—A propósito de eso, Yokuna-kun. Uno de ellos cayó por el foso. Está muerto.
Aquella revelación no pilló por sorpresa a Ayame; después de todo, ella misma le había visto caer. Pero aún así despertó un extraño sentimiento en su pecho. No era arrepentimiento, ni siquiera pesar por él. Quizás, el mero hecho de haberlo conocido, estuviese despertando un mínimo de empatía hacia su terrible muerte. Pero no tardó en hacerla a un lado, sacudiendo la cabeza.
«No volverás a hacer daño, Nejima. A nadie más.»
—Uno menos —resopló Yokuna—. Pero en la última emboscada fueron diez. Y estoy seguro de que habrán más.
Ayame reparó de repente en algo, y se volvió hacia Yokuna entre ligeros saltitos.
—Antes has dicho que eres el único aquí capaz de volar solo. ¿Sin Takeshi? ¿Acaso también...? —preguntó, mirándole encima de los hombros con suma curiosidad.