25/01/2020, 23:17
Había que ver cuánto cambiaban las cosas... Había entrado en aquel mismo templo hacía exactamente un año. Pero aquella vez iba de acompañante del que por aquel entonces era el máximo líder y mandatario de Kusagakure: Moyashi Kenzou. Ahora, cuatro estaciones después, era ella la que lideraba la marcha, acompañada por sus dos fieles consejeros: a su derecha, la hermosa Hana, con sus cabellos carmesíes tan cuidados como siempre y vistiendo un furisode con motivos de sauce llorón; a su izquierda, otra mujer, de aspecto exótico y salvaje, que cubría su cabeza con una capucha roja que caía tras su espalda como una capa raída y que iba acompañada por... un lobo de brillante pelo negro.
Aburame Kintsugi entró en el templo de Hokutōmori, envuelta de los pies a la cabeza por el haori y el sombrero de Kage que ahora le pertenecía, y su compañía la procedió. La mujer, haciendo gala de una excepcional elegancia, se encaminó a la mesa central y se colocó frente al asiento que, un año atrás, había ocupado Moyashi Kenzou.
—Sarutobi Hanabi-dono, es un placer hablar con usted de igual a igual —saludó, inclinando la cabeza en un gesto respetuoso.
Sus manos acariciaron momentáneamente la mesa con cierta añoranza, antes de alzarlas y retirarse el sombrero, posarlo con suma suavidad en el tablero con el símbolo mirando hacia el centro y finalmente retirarse la capucha que también cubría su cabeza, revelando así el rostro de una mujer joven, de largos cabellos azulados, que se oscurecían a medida que caían en forma de coleta sobre uno de sus hombros. Cubriendo la mitad superior de su rostro, un antifaz de Actias luna, una hermosa mariposa nocturna de colores verdes, como la aldea a la que tenía que representar.
En completo silencio, la nueva Morikage se sentó y cruzó las manos sobre el regazo. Hana y la otra desconocida se quedaron tras su espalda, la primera con la misma neutralidad que una estatua de mármol, y la segunda observando con una curiosidad casi invasiva tanto al Uzukage como a sus acompañantes.
—¿Cuánto creéis que tardará Yui? —preguntó con descaro, sin sufijos de respeto, ni nada.
—Paciencia, Akazukin —espetó Hana.
El lobo, mientras tanto, se tumbó cuan largo era y abrió sus fauces en un audible bostezo cubierto de dientes afilados como cuchillos.
Aburame Kintsugi entró en el templo de Hokutōmori, envuelta de los pies a la cabeza por el haori y el sombrero de Kage que ahora le pertenecía, y su compañía la procedió. La mujer, haciendo gala de una excepcional elegancia, se encaminó a la mesa central y se colocó frente al asiento que, un año atrás, había ocupado Moyashi Kenzou.
—Sarutobi Hanabi-dono, es un placer hablar con usted de igual a igual —saludó, inclinando la cabeza en un gesto respetuoso.
Sus manos acariciaron momentáneamente la mesa con cierta añoranza, antes de alzarlas y retirarse el sombrero, posarlo con suma suavidad en el tablero con el símbolo mirando hacia el centro y finalmente retirarse la capucha que también cubría su cabeza, revelando así el rostro de una mujer joven, de largos cabellos azulados, que se oscurecían a medida que caían en forma de coleta sobre uno de sus hombros. Cubriendo la mitad superior de su rostro, un antifaz de Actias luna, una hermosa mariposa nocturna de colores verdes, como la aldea a la que tenía que representar.
En completo silencio, la nueva Morikage se sentó y cruzó las manos sobre el regazo. Hana y la otra desconocida se quedaron tras su espalda, la primera con la misma neutralidad que una estatua de mármol, y la segunda observando con una curiosidad casi invasiva tanto al Uzukage como a sus acompañantes.
—¿Cuánto creéis que tardará Yui? —preguntó con descaro, sin sufijos de respeto, ni nada.
—Paciencia, Akazukin —espetó Hana.
El lobo, mientras tanto, se tumbó cuan largo era y abrió sus fauces en un audible bostezo cubierto de dientes afilados como cuchillos.