26/02/2020, 20:16
Apenas Kisame le tocó el hombro, el tipo pegó un salto en el asiento que le hubiera valido una medalla de oro en la categoría de salto en sitio, de haber existido semejante.
—¡Eh! ¡Ah! ¡Oh! ¡No estaba durmiendo, Yui-sama, se lo juro!
Miró a un lado y a otro, visiblemente desnortado, hasta que por fin sus comunes ojos avellanados se fijaron en los dos genin que estaban allí, de pie, mirándole con caras que parecían un poema; y de los malos. Ebisu se rascó la coronilla, bostezó, y luego le echó una ojeada al reloj digital que llevaba en la muñeca.
—Coño, y yo pensaba que yo era perezoso. ¿Pero qué horas son estas, almas de cántaro? —quiso saber, realizando un par de estiramientos con bastante poco decoro—. Os cité a las diez, ¿no? ¿Han cambiado la hora y yo no me he enterado?
Ebisu no parecía molesto —no en exceso— o realmente dispuesto a abroncar a los muchachos por su evidente falta de puntualidad, pero sus palabras si tenían cierto aire suspicaz. Como si sospechara que en el fondo, los genin querían hacerle alguna jugarreta, o algo. Cuando tenías tanta fama de perezoso y chapucero, te convertías en el blanco perfecto para compañeros de trabajo más cachondos de la cuenta; y acababas desarrollando una especie de sexto sentido que empezaba a pitar como una alarma de incendios en cuanto las cosas no marchaban como debían.
—¿Me estáis trolleando? —terminó por preguntar, sin tapujos.
—¡Eh! ¡Ah! ¡Oh! ¡No estaba durmiendo, Yui-sama, se lo juro!
Miró a un lado y a otro, visiblemente desnortado, hasta que por fin sus comunes ojos avellanados se fijaron en los dos genin que estaban allí, de pie, mirándole con caras que parecían un poema; y de los malos. Ebisu se rascó la coronilla, bostezó, y luego le echó una ojeada al reloj digital que llevaba en la muñeca.
—Coño, y yo pensaba que yo era perezoso. ¿Pero qué horas son estas, almas de cántaro? —quiso saber, realizando un par de estiramientos con bastante poco decoro—. Os cité a las diez, ¿no? ¿Han cambiado la hora y yo no me he enterado?
Ebisu no parecía molesto —no en exceso— o realmente dispuesto a abroncar a los muchachos por su evidente falta de puntualidad, pero sus palabras si tenían cierto aire suspicaz. Como si sospechara que en el fondo, los genin querían hacerle alguna jugarreta, o algo. Cuando tenías tanta fama de perezoso y chapucero, te convertías en el blanco perfecto para compañeros de trabajo más cachondos de la cuenta; y acababas desarrollando una especie de sexto sentido que empezaba a pitar como una alarma de incendios en cuanto las cosas no marchaban como debían.
—¿Me estáis trolleando? —terminó por preguntar, sin tapujos.