7/04/2020, 20:38
(Última modificación: 7/04/2020, 21:55 por Aotsuki Ayame. Editado 1 vez en total.)
Lo primero que vio al abrir los ojos fue un cuadrado de color naranja y púrpura junto a ella. Le costó varios largos segundos terminar de despertar y darse cuenta de que estaba mirando por la ventana, y que el cuadrado naranja no era más que la porción de cielo atardeciendo que podía ver desde su camilla.
—¿Dón... de...? —farfulló, girando la cabeza con esfuerzo.
No reconocía su entorno, y estaba completamente sola. La habitación en la que se encontraba era de paredes blancas, suelo de madera y no tenía ningún tipo de decoración. Por tener, sólo tenía un armario empotrado, una mesita junto a la camilla y una puerta más allá, junto a la puerta de salida. La muchacha parpadeó varias veces, aún aturdida. Intentó reincorporarse, pero una profunda punzada de dolor la sacudió y le hizo replantearse aquella decisión. Fue ese dolor el que le hizo recordar.
El Torneo de los Dojos. Había estado combatiendo contra Daruu en la primera ronda. Había sido un combate realmente reñido, y en algún inocente punto incluso llegó a creer que lo tenía todo controlado, pero lo último de lo que se acordaba era que había salido despedida por los aires. Y ese dolor que recorrió todo su cuerpo, royendo su piel y le poniéndole los pelos de punta... Ayame se estremeció de sólo recordarlo, y se encogió sobre sí misma, abrazándose a sí misma.
«Entonces... he perdido...» Pensó, con lágrimas en los ojos. ¿Y había estado inconsciente desde la mañana?
—¡Oh, has despertado! —la voz de una mujer de cabellos rubios vestida con una bata blanca la sobresaltó—. ¡Voy a llamar al doctor!
«Una enfermera... Estoy en un hospital...» Razonó Ayame.
Dejó que se marchara a todo correr y esperó con amarga paciencia. El médico que la atendió era un hombre joven y amable, pero ella, sumida en su propia tristeza, dejó que la inspeccionara en completo silencio. Pese a los dolores que la recorrían cada vez que hacía algún movimiento indebido o demasiado brusco, su cuerpo no mostraba ni heridas ni fracturas de ningún tipo, beneficio por parte del Gobi supuso Ayame, por lo que no tardaron en darle el alta con medicación para soportar el dolor.
«Al menos no tendré que pasar la noche aquí.» Pensó Ayame, mientras se vestía con ropas nuevas que alguien le había traído: una camiseta de motivos de olas de manga corta y pantalones cortos de color oscuro. Las suyas habían quedado completamente inutilizables después del combate: rasgadas por múltiples puntos y quemadas por las descargas eléctricas sufridas. No había tintorería que pudiera arreglar algo así.
Una vez vestida y con todo recogido, Ayame salió a paso lento de la habitación.
—¿Dón... de...? —farfulló, girando la cabeza con esfuerzo.
No reconocía su entorno, y estaba completamente sola. La habitación en la que se encontraba era de paredes blancas, suelo de madera y no tenía ningún tipo de decoración. Por tener, sólo tenía un armario empotrado, una mesita junto a la camilla y una puerta más allá, junto a la puerta de salida. La muchacha parpadeó varias veces, aún aturdida. Intentó reincorporarse, pero una profunda punzada de dolor la sacudió y le hizo replantearse aquella decisión. Fue ese dolor el que le hizo recordar.
El Torneo de los Dojos. Había estado combatiendo contra Daruu en la primera ronda. Había sido un combate realmente reñido, y en algún inocente punto incluso llegó a creer que lo tenía todo controlado, pero lo último de lo que se acordaba era que había salido despedida por los aires. Y ese dolor que recorrió todo su cuerpo, royendo su piel y le poniéndole los pelos de punta... Ayame se estremeció de sólo recordarlo, y se encogió sobre sí misma, abrazándose a sí misma.
«Entonces... he perdido...» Pensó, con lágrimas en los ojos. ¿Y había estado inconsciente desde la mañana?
—¡Oh, has despertado! —la voz de una mujer de cabellos rubios vestida con una bata blanca la sobresaltó—. ¡Voy a llamar al doctor!
«Una enfermera... Estoy en un hospital...» Razonó Ayame.
Dejó que se marchara a todo correr y esperó con amarga paciencia. El médico que la atendió era un hombre joven y amable, pero ella, sumida en su propia tristeza, dejó que la inspeccionara en completo silencio. Pese a los dolores que la recorrían cada vez que hacía algún movimiento indebido o demasiado brusco, su cuerpo no mostraba ni heridas ni fracturas de ningún tipo, beneficio por parte del Gobi supuso Ayame, por lo que no tardaron en darle el alta con medicación para soportar el dolor.
«Al menos no tendré que pasar la noche aquí.» Pensó Ayame, mientras se vestía con ropas nuevas que alguien le había traído: una camiseta de motivos de olas de manga corta y pantalones cortos de color oscuro. Las suyas habían quedado completamente inutilizables después del combate: rasgadas por múltiples puntos y quemadas por las descargas eléctricas sufridas. No había tintorería que pudiera arreglar algo así.
Una vez vestida y con todo recogido, Ayame salió a paso lento de la habitación.