18/04/2020, 11:20
Por el rostro de Keisuke pasaron varias emociones que a ninguno de los dos ninjas se les escaparon; primero, rabia, al verse confrontado de forma tan arrogante por parte de Kisame. Luego nerviosismo, por motivos que los genin tan sólo podían intuir, y finalmente miedo. Había intentado mantenerse todo lo entero que podía, incluso desafiante en algunos puntos de su defensa, pero al final a nadie se le escapaba que todos ellos vivían en la Aldea Oculta entre la Lluvia. Tal vez en Uzu o Kusa ningún genin se habría atrevido a amenazar y acusar de tal manera a un civil —la gente a la que juraron proteger con sus vidas—, pero allí, en la Tormenta... La cosa era bien distinta. Y tanto los shinobi como el pobre empleado del servicio lo sabían.
Keisuke sabía que aquellos dos niños podían amenazarle y acusarle con total libertad, pues el mandato de la Arashikage les daba esa potestad. Amegakure se gobernaba con mano de hierro o no se gobernaba. Hasta un niño de teta lo aprendía pronto. Así que, sin más alternativa, Keisuke agachó la cabeza. Sus puños, sobre la mesa, estaban tan apretados que los nudillos se le habían vuelto blancos.
—No me puedes acusar sin pruebas, no jodás... —balbuceó, tratando en vano de sostener un escudo que Kisame ya se había encargado de hacer añicos con sus amenazas—. Muy bien, muy bien huevones. ¿Eso es lo que quieren? ¿Seguirme a todas partes como si yo fuera un asesino en serie? Pues vale. Esta noche les espero en la puerta de la casa. No lleguen tarde, que no quiero que mi mamá piense que no voy a ir a recogerla por andarnos retrasando en la hora.
Derrotado, Keisuke ni siquiera quería mirarles a la cara. Tal vez por miedo, o vergüenza; o tal vez porque temía que perdería los estribos y se liaría a puñetazos con aquel chico si le veía a los ojos.
—Ya tienen su cabeza de turco. ¿Me puedo ir?
Keisuke sabía que aquellos dos niños podían amenazarle y acusarle con total libertad, pues el mandato de la Arashikage les daba esa potestad. Amegakure se gobernaba con mano de hierro o no se gobernaba. Hasta un niño de teta lo aprendía pronto. Así que, sin más alternativa, Keisuke agachó la cabeza. Sus puños, sobre la mesa, estaban tan apretados que los nudillos se le habían vuelto blancos.
—No me puedes acusar sin pruebas, no jodás... —balbuceó, tratando en vano de sostener un escudo que Kisame ya se había encargado de hacer añicos con sus amenazas—. Muy bien, muy bien huevones. ¿Eso es lo que quieren? ¿Seguirme a todas partes como si yo fuera un asesino en serie? Pues vale. Esta noche les espero en la puerta de la casa. No lleguen tarde, que no quiero que mi mamá piense que no voy a ir a recogerla por andarnos retrasando en la hora.
Derrotado, Keisuke ni siquiera quería mirarles a la cara. Tal vez por miedo, o vergüenza; o tal vez porque temía que perdería los estribos y se liaría a puñetazos con aquel chico si le veía a los ojos.
—Ya tienen su cabeza de turco. ¿Me puedo ir?