20/04/2020, 19:07
Ebisu seguía caminando, y apretó el paso cuando los muchachos empezaron a hablar. Ren fue la primera en hacerlo, como antes lo había sido para tomar el pergamino de misión; parecía que a aquella chica le gustaba tomar la iniciativa. Su compañero, mientras tanto, se mantenía en un discreto segundo plano. Cosas de la diferencia de edad, supuso el chūnin.
—Así que Katon y Kenjutsu, bueno, no está mal —concedió el sensei. Luego miró a Kisame—. ¿Kisame-kun?
El mentado comenzó a explayarse sobre sus habilidades, intereses y virtudes. Pese a que Ebisu era perezoso por naturaleza y ya de antemano había supuesto que aquella charlita sería un peñazo, lo cierto es que no le estaba resultando tan aburrido escuchar a los dos genin.
—¿Así que no te gusta doblar el lomo, eh? Qué jodío, aunque no puedo culparte. Eres de los míos —concedió el chūnin, con una risilla traviesa—. Por desgracia para ti, Kisame-kun, vas a tener que chuparte unas cuantas misiones de dar cera y pulir cera, ya sabes, el Camino del Genin y todo eso. Hazme caso, cuanto mejor lo hagas y menos la cagues, antes ascenderás y podrás quitarte de encima la purria de misiones que os suelen asignar a los novatos.
Después de aquel inciso, Ebisu volvió a cederle la palabra a su alumno. Al contrario de lo que le había parecido en la cafetería, a Kisame sí que le gustaba explayarse y hablar; ¿o tan sólo lo hacía por cumplir con la petición de su sensei? Aquel chico estaba deseoso de hacerlo bien, y se notaba. Aquellas ganas de trabajar y de ser mejor le daban cierta pereza al chūnin, pero, al fin y al cabo... ¿qué no lo hacía?
—¿Así que "mantenerte al margen socialmente", eh? Kisame-kun, te voy a dar otro consejo, y gratis. Hoy estoy generoso, pero el tercero ya serán cincuenta pavos —rió, jocoso—. Todo ese rollito de ser frío y distante con los compañeros está muy bien para los cómics y las historias de héroes que se enfrentan solos al peligro. Pero te llevo unos cuantos años de ventaja en esta profesión, y aunque sabe Amenokami que nunca he sido el más popular de mi casa —más bien tenía bastante pocos amigos, aunque los genin no lo sabían y por tanto la aplastante ironía que cargaban las próximas palabras que iban a salir de su boca, les pasó desapercibida—, pero todos necesitamos amigos. Y un shinobi, más que nadie. Las historias de Llaneros Solitarios que matan al monstruo y se llevan a la cama a la chica son eso, historias. En la vida real, lo que va a hacer la diferencia entre volver a casa o terminar criando malvas... —miró a Ren—. Serán tus compañeros.
Con tanta cháchara el camino se les hizo corto al trío de ninjas. Antes de que pudieran darse cuenta, los amejin dieron con sus pasos frente a una gran persiana metálica, en un callejón del Distrito Comercial. Parecía la única entrada a un enorme edificio de varias plantas con un letrero algo parco en detalles que enunciaba el renombrado apellido de su dueño.
Ebisu suspiró.
—Pues aquí vamos. Yamaguchi-dono debería estar ya esperándonos —el chūnin consultó su reloj de muñeca—. Las doce en punto. Bien, joder. Recordad, pipiolos, estamos en Amegakure pero los modales siguen siendo importantes; especialmente cuando tratéis con un ricachón como este tipo.
El chūnin se adelantó y tocó varias veces con los nudillos en la persiana metálica. Pasaron unos minutos hasta que ésta se abrió, y de ella salieron dos hombres; uno de ellos era bajito y ancho de hombros, vestía con un mono de trabajo azul y llevaba guantes muy sucios. El otro era prácticamente su antítesis: alto, delgado, calvo y vestido con un precioso traje de chaqueta blanco que parecía valer más de lo que cualquiera de aquellos tres ninjas fuera a ganar en un mes. El del mono se limitó a echarles un vistazo a los dos genin, mientras que el del traje se dirigió al chūnin, a quien reconoció por su placa plateada.
—Yamaguchi-dono, mi nombre es Momochi Ebisu, chūnin de Amegakure. Estos son mis alumnos, Himura Ren y Taka Kisame. Serán ellos los encargados del reparto promocional de Amemermelada durante el día de hoy.
Yamaguchi Egin asintió, complacido, y luego sus ojillos pequeños y astutos se posaron en los genin. Parecía estar evaluándolos, y no escondía en absoluto aquel hecho. Hombres como él estaban acostumbrados a no tener que disimular cuando querían algo.
—Así que Katon y Kenjutsu, bueno, no está mal —concedió el sensei. Luego miró a Kisame—. ¿Kisame-kun?
El mentado comenzó a explayarse sobre sus habilidades, intereses y virtudes. Pese a que Ebisu era perezoso por naturaleza y ya de antemano había supuesto que aquella charlita sería un peñazo, lo cierto es que no le estaba resultando tan aburrido escuchar a los dos genin.
—¿Así que no te gusta doblar el lomo, eh? Qué jodío, aunque no puedo culparte. Eres de los míos —concedió el chūnin, con una risilla traviesa—. Por desgracia para ti, Kisame-kun, vas a tener que chuparte unas cuantas misiones de dar cera y pulir cera, ya sabes, el Camino del Genin y todo eso. Hazme caso, cuanto mejor lo hagas y menos la cagues, antes ascenderás y podrás quitarte de encima la purria de misiones que os suelen asignar a los novatos.
Después de aquel inciso, Ebisu volvió a cederle la palabra a su alumno. Al contrario de lo que le había parecido en la cafetería, a Kisame sí que le gustaba explayarse y hablar; ¿o tan sólo lo hacía por cumplir con la petición de su sensei? Aquel chico estaba deseoso de hacerlo bien, y se notaba. Aquellas ganas de trabajar y de ser mejor le daban cierta pereza al chūnin, pero, al fin y al cabo... ¿qué no lo hacía?
—¿Así que "mantenerte al margen socialmente", eh? Kisame-kun, te voy a dar otro consejo, y gratis. Hoy estoy generoso, pero el tercero ya serán cincuenta pavos —rió, jocoso—. Todo ese rollito de ser frío y distante con los compañeros está muy bien para los cómics y las historias de héroes que se enfrentan solos al peligro. Pero te llevo unos cuantos años de ventaja en esta profesión, y aunque sabe Amenokami que nunca he sido el más popular de mi casa —más bien tenía bastante pocos amigos, aunque los genin no lo sabían y por tanto la aplastante ironía que cargaban las próximas palabras que iban a salir de su boca, les pasó desapercibida—, pero todos necesitamos amigos. Y un shinobi, más que nadie. Las historias de Llaneros Solitarios que matan al monstruo y se llevan a la cama a la chica son eso, historias. En la vida real, lo que va a hacer la diferencia entre volver a casa o terminar criando malvas... —miró a Ren—. Serán tus compañeros.
Con tanta cháchara el camino se les hizo corto al trío de ninjas. Antes de que pudieran darse cuenta, los amejin dieron con sus pasos frente a una gran persiana metálica, en un callejón del Distrito Comercial. Parecía la única entrada a un enorme edificio de varias plantas con un letrero algo parco en detalles que enunciaba el renombrado apellido de su dueño.
«Almacenes Yamaguchi»
Ebisu suspiró.
—Pues aquí vamos. Yamaguchi-dono debería estar ya esperándonos —el chūnin consultó su reloj de muñeca—. Las doce en punto. Bien, joder. Recordad, pipiolos, estamos en Amegakure pero los modales siguen siendo importantes; especialmente cuando tratéis con un ricachón como este tipo.
El chūnin se adelantó y tocó varias veces con los nudillos en la persiana metálica. Pasaron unos minutos hasta que ésta se abrió, y de ella salieron dos hombres; uno de ellos era bajito y ancho de hombros, vestía con un mono de trabajo azul y llevaba guantes muy sucios. El otro era prácticamente su antítesis: alto, delgado, calvo y vestido con un precioso traje de chaqueta blanco que parecía valer más de lo que cualquiera de aquellos tres ninjas fuera a ganar en un mes. El del mono se limitó a echarles un vistazo a los dos genin, mientras que el del traje se dirigió al chūnin, a quien reconoció por su placa plateada.
—Yamaguchi-dono, mi nombre es Momochi Ebisu, chūnin de Amegakure. Estos son mis alumnos, Himura Ren y Taka Kisame. Serán ellos los encargados del reparto promocional de Amemermelada durante el día de hoy.
Yamaguchi Egin asintió, complacido, y luego sus ojillos pequeños y astutos se posaron en los genin. Parecía estar evaluándolos, y no escondía en absoluto aquel hecho. Hombres como él estaban acostumbrados a no tener que disimular cuando querían algo.