22/04/2020, 17:31
—¡¡NO ERES UN HOMBRE DE HONOR!! —chilló Chiiro, entre lágrimas —. ¡¡ERES UN HOMBRE DE VIOLENCIA!! ¡Violencia! ¡Es lo que has hecho hoy aquí!
—Déjalo... Chiiro... —balbuceó Daruu—. No te metas...
—No será tan cobarde de pegarle a una niña también... ¡no será capaz!
—Sí que lo es... sí que lo ha sido —respondió el Hyūga, clavando la mirada de sus ojos en Ayame.
Pero si lo era o no, era algo que Chiiro nunca descubriría. Al menos no en aquel momento. Zetsuo no volvió tras sus pasos. Ni siquiera al escuchar los berridos de la niña, ni siquierda cuando sintió aquel extraño hormigueo en la muñeca con la que había golpeado a Daruu. Era consciente de que le había hecho algo, el golpe no había sido todo lo que había pretendido en un principio, pero decidió que había sido suficiente.
Y Ayame no le devolvía la mirada a Daruu. Cabizbaja, respiraba entrecortadamente, entre largas inspiraciones, tratando de serenarse. La mano que había apoyado en su pecho también temblaba. La opresión en su pecho era demasiado fuerte, el dolor demasiado punzante. Y las lágrimas no dejaban de correr por sus mejillas.
Aquello había sido la gota que había colmado el vaso.
—Sólo quería... una comida tranquila entre las dos familias... —balbuceó, con cierta dificultad. Su mano libre se aferró a su otro brazo, clavando las uñas en la piel—. Supongo... que era mucho pedir... —Ayame se dio media vuelta, y con la vista aún clavada en el suelo, sollozó en el umbral de la puerta—: No... no es necesario que vengáis para los próximos combates...
Desplegó sus alas de agua, y con una última sacudida se elevó hacia lo alto del cielo. Estaba harta. Harta de sufrir de aquella manera. Los últimos meses no habían sido sino una concatenación de desgracias. Una tras otra: Primero el descubrimiento de que a Kaido le habían lavado el cerebro, después un ascenso por el que nadie (aparte de cierto shinobi de Uzushiogakure por el que antaño jamás habría puesto la mano en el fuego) había celebrado con ella, discusiones, más discusiones, y ahora... eso. Su cuerpo no podía soportarlo más. Necesitaba alejarse de todo y de todos. Quizás... quizás cortar sus lazos con todos.
Kōri, el único que había quedado dentro de la taberna, lanzó un largo profundo cargado de resignación y pesar.
—Adiós.
—Déjalo... Chiiro... —balbuceó Daruu—. No te metas...
—No será tan cobarde de pegarle a una niña también... ¡no será capaz!
—Sí que lo es... sí que lo ha sido —respondió el Hyūga, clavando la mirada de sus ojos en Ayame.
Pero si lo era o no, era algo que Chiiro nunca descubriría. Al menos no en aquel momento. Zetsuo no volvió tras sus pasos. Ni siquiera al escuchar los berridos de la niña, ni siquierda cuando sintió aquel extraño hormigueo en la muñeca con la que había golpeado a Daruu. Era consciente de que le había hecho algo, el golpe no había sido todo lo que había pretendido en un principio, pero decidió que había sido suficiente.
Y Ayame no le devolvía la mirada a Daruu. Cabizbaja, respiraba entrecortadamente, entre largas inspiraciones, tratando de serenarse. La mano que había apoyado en su pecho también temblaba. La opresión en su pecho era demasiado fuerte, el dolor demasiado punzante. Y las lágrimas no dejaban de correr por sus mejillas.
Aquello había sido la gota que había colmado el vaso.
—Sólo quería... una comida tranquila entre las dos familias... —balbuceó, con cierta dificultad. Su mano libre se aferró a su otro brazo, clavando las uñas en la piel—. Supongo... que era mucho pedir... —Ayame se dio media vuelta, y con la vista aún clavada en el suelo, sollozó en el umbral de la puerta—: No... no es necesario que vengáis para los próximos combates...
Desplegó sus alas de agua, y con una última sacudida se elevó hacia lo alto del cielo. Estaba harta. Harta de sufrir de aquella manera. Los últimos meses no habían sido sino una concatenación de desgracias. Una tras otra: Primero el descubrimiento de que a Kaido le habían lavado el cerebro, después un ascenso por el que nadie (aparte de cierto shinobi de Uzushiogakure por el que antaño jamás habría puesto la mano en el fuego) había celebrado con ella, discusiones, más discusiones, y ahora... eso. Su cuerpo no podía soportarlo más. Necesitaba alejarse de todo y de todos. Quizás... quizás cortar sus lazos con todos.
Kōri, el único que había quedado dentro de la taberna, lanzó un largo profundo cargado de resignación y pesar.
—Adiós.