23/04/2020, 14:22
Un grupo de dojos cercado por un pequeño bosque y cañas de bambú alzándose desde el suelo comenzó a dibujarse en la distancia. Ayame se enjugó las lágrimas con el antebrazo y volvió a agitar las alas, desviándose hacia el este cuando se dio cuenta de que había ido demasiado hacia el norte y que se estaba acercando demasiado a la zona de Kitanoya, hogar de residencia de los Kusajines. Lo último que necesitaba en aquellos momentos era un encontronazo con alguno de ellos. Había estado volando sin descanso desde que había abandonado la taberna de los nikudango, sin un rumbo fijo ni sin saber muy bien adónde ir. Había sobrevolado las azoteas de Sendōshi en círculos, buscando alejarse de todo y de todos y encontrar un lugar donde no pudieran encontrarla. Encerrarse en su habitación en Nishinoya no era una opción, pues sería uno de los primeros lugares donde la buscarían. Paz, tranquilidad y soledad era lo que necesitaba, y respondiendo a su deseo su cuerpo la llevó hacia el noreste, a las lindes del sagrado bosque de Hokutōmori.
Resollando con dificultad, Ayame se posó justo frente al gran torii que hacía de entrada y volvió a limpiarse las lágrimas de sus ojos hinchados y enrojecidos. Se adentró en completo silencio en el bosque, y dejó que los árboles la recibieran en su abrazo y que los cantos de los pájaros la envolvieran. Respiró hondo, con los ojos cerrados y aquel dolor punzante latiendo en su pecho. Y entonces, en la soledad del bosque y sin más testigos que los árboles que la rodeaban, rompió a llorar sin remedio.
¿Qué estaba pasando? ¿Por qué todo salía mal últimamente? ¿Qué había hecho ella para merecer todo aquello? Un golpe tras otro, un golpe tras otro... Ayame siempre había intentado levantarse después de cada uno de ellos, pero había llegado a su límite. Ya no lo soportaba más. Su vaso había sido desbordado, y ella ya no podía contener todas aquellas lágrimas que se había estado guardando. Temblando, apoyó la espalda en un tronco y se dejó caer en el suelo, donde se abrazó las rodillas con fuerza.
Ojalá pudiera quedarse allí para siempre, donde nadie la molestara. Era en aquellos momentos cuando entendía el gusto de Kokuō por la soledad y por la quietud de los bosques.
Resollando con dificultad, Ayame se posó justo frente al gran torii que hacía de entrada y volvió a limpiarse las lágrimas de sus ojos hinchados y enrojecidos. Se adentró en completo silencio en el bosque, y dejó que los árboles la recibieran en su abrazo y que los cantos de los pájaros la envolvieran. Respiró hondo, con los ojos cerrados y aquel dolor punzante latiendo en su pecho. Y entonces, en la soledad del bosque y sin más testigos que los árboles que la rodeaban, rompió a llorar sin remedio.
¿Qué estaba pasando? ¿Por qué todo salía mal últimamente? ¿Qué había hecho ella para merecer todo aquello? Un golpe tras otro, un golpe tras otro... Ayame siempre había intentado levantarse después de cada uno de ellos, pero había llegado a su límite. Ya no lo soportaba más. Su vaso había sido desbordado, y ella ya no podía contener todas aquellas lágrimas que se había estado guardando. Temblando, apoyó la espalda en un tronco y se dejó caer en el suelo, donde se abrazó las rodillas con fuerza.
Ojalá pudiera quedarse allí para siempre, donde nadie la molestara. Era en aquellos momentos cuando entendía el gusto de Kokuō por la soledad y por la quietud de los bosques.