12/05/2020, 16:52
Y allí la vio, inerte en el suelo tras haber recibido el último ataque de Ayame.
—Se acabó... —suspiró.
Y la niebla a su alrededor se deshizo entre delicados jirones que terminaron evaporándose en el aire. El público contuvo el aliento durante los instantes que tardó la neblina en deshacerse, pero cuando lo hizo y quedó a la vista la Uzujin tirada en el suelo y la Amejin, agotada pero de pie, prorrumpieron en gritos, vítores y aplausos que provenían sobre todo de las gradas de Amegakure.
—¡¡¡PERO NO HEMOS VISTO NADAAAAA!!!
Chilló alguien entre el público. Ayame no le hizo ningún caso y se acercó a trompicones hacia Eri. Exhausta, se dejó caer de rodillas junto a ella y, tras comprobar que no estaba herida de gravedad, entrelazó sus dedos índice y corazón con los de ella en el Sello de la Reconciliación.
—Lo siento, Eri... Pero esa capa de rayos tuya me ha dado mucho miedo —se excusó, con una sonrisa nerviosa.
Era bien consciente de que, de no ser por la niebla que había utilizado como escudo y su propia ecolocalización, lo habría tenido realmente difícil contra la Uzujin. Y ella ya había perdido en la primera ronda, no podía permitirse caer una segunda vez si quería defender su orgullo como kunoichi.
Pero aquella vez no estaban ni su padre ni su hermano para verla alzarse con la victoria.
Ayame se quedó junto a su oponente y amiga hasta que vinieron los médicos encargados de la salud de los participantes y se la llevaron.
—¿Puedes levantarte? —Uno de los médicos se había dirigido hacia ella.
Ayame se estremeció, aún dolorida por la descarga eléctrica, pero sacudió la cabeza.
—S... sí... Estoy bien.
Pero el hombre la ayudó a levantarse, tomándola con delicadeza por debajo del brazo y comenzó a arrastrarla de camino a la enfermería. Entonces un copo de nieve pasó frente a sus ojos, danzando en el aire, y Ayame levantó la cabeza. Fue entonces cuando los vio: Aotsuki Zetsuo aplaudía henchido de orgullo desde las gradas acompañado por la sombra blanca de su hermano. Kōri seguía tan inexpresivo como siempre, pero ella sabía ver más allá de su máscara de permafrost. Y Ayame parpadeó, confundida. ¿Habían venido a verla? ¿Después de que les dijera de aquella manera que no lo hicieran? Pero la mirada de su padre parecía hablar por sí misma:
Y a Ayame se le llenaron los ojos de lágrimas. De felicidad.
—Se acabó... —suspiró.
Y la niebla a su alrededor se deshizo entre delicados jirones que terminaron evaporándose en el aire. El público contuvo el aliento durante los instantes que tardó la neblina en deshacerse, pero cuando lo hizo y quedó a la vista la Uzujin tirada en el suelo y la Amejin, agotada pero de pie, prorrumpieron en gritos, vítores y aplausos que provenían sobre todo de las gradas de Amegakure.
—¡¡¡PERO NO HEMOS VISTO NADAAAAA!!!
Chilló alguien entre el público. Ayame no le hizo ningún caso y se acercó a trompicones hacia Eri. Exhausta, se dejó caer de rodillas junto a ella y, tras comprobar que no estaba herida de gravedad, entrelazó sus dedos índice y corazón con los de ella en el Sello de la Reconciliación.
—Lo siento, Eri... Pero esa capa de rayos tuya me ha dado mucho miedo —se excusó, con una sonrisa nerviosa.
Era bien consciente de que, de no ser por la niebla que había utilizado como escudo y su propia ecolocalización, lo habría tenido realmente difícil contra la Uzujin. Y ella ya había perdido en la primera ronda, no podía permitirse caer una segunda vez si quería defender su orgullo como kunoichi.
Pero aquella vez no estaban ni su padre ni su hermano para verla alzarse con la victoria.
Ayame se quedó junto a su oponente y amiga hasta que vinieron los médicos encargados de la salud de los participantes y se la llevaron.
—¿Puedes levantarte? —Uno de los médicos se había dirigido hacia ella.
Ayame se estremeció, aún dolorida por la descarga eléctrica, pero sacudió la cabeza.
—S... sí... Estoy bien.
Pero el hombre la ayudó a levantarse, tomándola con delicadeza por debajo del brazo y comenzó a arrastrarla de camino a la enfermería. Entonces un copo de nieve pasó frente a sus ojos, danzando en el aire, y Ayame levantó la cabeza. Fue entonces cuando los vio: Aotsuki Zetsuo aplaudía henchido de orgullo desde las gradas acompañado por la sombra blanca de su hermano. Kōri seguía tan inexpresivo como siempre, pero ella sabía ver más allá de su máscara de permafrost. Y Ayame parpadeó, confundida. ¿Habían venido a verla? ¿Después de que les dijera de aquella manera que no lo hicieran? Pero la mirada de su padre parecía hablar por sí misma:
«¿Desde cuándo me das órdenes, niña?»
Y a Ayame se le llenaron los ojos de lágrimas. De felicidad.