3/06/2020, 01:14
Bueno, Kyūtsuki había hecho el trabajo bien en unca cosa. Al menos una. Precisamente Akame fue quien pudo darse cuenta. Después de todo, él era el único en aquel grupo que disponía del suficiente intelecto y orientación como para llegar a una ciudad nueva para él y recorrer sus callejones más ocultos sin perderse ni una sola vez.
Eso solo podía ser gracias a una cosa: el plano que les había entregado Kyūtsuki era de lo más fiel a la realidad.
Por mucho que intentasen evitar a la gente, no dejaban de aparecer personas en cada rincón. No es que estuviesen abarrotadas, sino que siempre surgían varios grupos que caminaban a prisas, con cierta tensión. Vieron a varios introduciéndose en viviendas e incluso un chavalillo de no más de quince años, cuando vio la neblina roja que les envolvía, farfulló:
—¡E-estoy de camino a casa! —exclamó, hundiendo la mirada en el suelo y acelerando el paso hasta escabullirse tras una puerta viejuna y la pared de una vivienda que, antiguamente, había sido azul. Ahora tan solo quedaba alguna mancha de pintura aquí y allá sobre el cemento desgastado.
En otra ocasión, un par de personas les señalaron antes de salir huyendo calle abajo.
Llegó un momento en que Akame supo que alcanzarían el punto más crítico. Había conducido al grupo por las callejuelas más estrechas, incluso aunque esto les supusiese dar cuantiosos rodeos, pero sabía que existía una calle que no podrían rodear. No era tan ancha como el Lumen, mucho menos como la Gran Avenida —conocida entre sus gentes como Rōyaru no Kawa—, pero sí lo suficientemente grande como para imaginarse que allí era donde más gente se concentraría. También donde se encontraba la “frontera” entre la Banda de los Fugu y las Orcas Negras, dos de las cuatro mafias principales del Distrito Bajo. Kyūtsuki les había explicado que cada mafia tenía su propio territorio, por así decirlo, donde controlaban cada trapicheo y cada negocio que allí se hacía. Umigarasu les daba cierta libertad, pero no gratis. A cambio, ellos debían contribuir con la seguridad del pueblo, y asegurarse de que todo el mundo cumpliese las normas.
Cuando asomaron la cabeza tras una esquina, amparados en una destartalada casa que se hundía bajo el peso de una segunda vivienda construida encima —supieron que eran dos viviendas porque, de lo contrario, no existirían unas escaleras de madera podrida que subían hasta una segunda puerta en aquel bloque—, vieron a una gran mujer, tan alta como podía serlo un oso mediano a dos patas, con el tatuaje de un fugu en el hombro y dando órdenes a grito pelado.
—¡Todo el mundo a la jodida casa! ¡No, me importa una mierda que tengas que sacar al perro a pasear! ¡Todo dios en cuarentena hasta nuevo aviso! ¡Vamos, a vuestra puta casa!
Un halo carmesí la envolvía como a ellos, y se encontraba a unos treinta metros, justo en la esquina donde debían girar a la izquierda para introducirse en la calle que les llevaría a su objetivo. ¿Qué harían ahora? En aquella laberíntica ciudad, no existía ninguna callejuela intermedia, ningún atajo más que aquel. A no ser, claro, que optasen por atravesar la línea de casas, bien fuese por el tejado o, de algún modo, por el interior.
Eso, o dar vuelta hacia atrás. Existía un camino anterior a aquel, pero para ello tendrían que dar un rodeo enorme. Tanto que tendrían que volver a pasar por el Lumen.
Percepción 60, Inteligencia 100
Eso solo podía ser gracias a una cosa: el plano que les había entregado Kyūtsuki era de lo más fiel a la realidad.
Por mucho que intentasen evitar a la gente, no dejaban de aparecer personas en cada rincón. No es que estuviesen abarrotadas, sino que siempre surgían varios grupos que caminaban a prisas, con cierta tensión. Vieron a varios introduciéndose en viviendas e incluso un chavalillo de no más de quince años, cuando vio la neblina roja que les envolvía, farfulló:
—¡E-estoy de camino a casa! —exclamó, hundiendo la mirada en el suelo y acelerando el paso hasta escabullirse tras una puerta viejuna y la pared de una vivienda que, antiguamente, había sido azul. Ahora tan solo quedaba alguna mancha de pintura aquí y allá sobre el cemento desgastado.
En otra ocasión, un par de personas les señalaron antes de salir huyendo calle abajo.
Llegó un momento en que Akame supo que alcanzarían el punto más crítico. Había conducido al grupo por las callejuelas más estrechas, incluso aunque esto les supusiese dar cuantiosos rodeos, pero sabía que existía una calle que no podrían rodear. No era tan ancha como el Lumen, mucho menos como la Gran Avenida —conocida entre sus gentes como Rōyaru no Kawa—, pero sí lo suficientemente grande como para imaginarse que allí era donde más gente se concentraría. También donde se encontraba la “frontera” entre la Banda de los Fugu y las Orcas Negras, dos de las cuatro mafias principales del Distrito Bajo. Kyūtsuki les había explicado que cada mafia tenía su propio territorio, por así decirlo, donde controlaban cada trapicheo y cada negocio que allí se hacía. Umigarasu les daba cierta libertad, pero no gratis. A cambio, ellos debían contribuir con la seguridad del pueblo, y asegurarse de que todo el mundo cumpliese las normas.
Cuando asomaron la cabeza tras una esquina, amparados en una destartalada casa que se hundía bajo el peso de una segunda vivienda construida encima —supieron que eran dos viviendas porque, de lo contrario, no existirían unas escaleras de madera podrida que subían hasta una segunda puerta en aquel bloque—, vieron a una gran mujer, tan alta como podía serlo un oso mediano a dos patas, con el tatuaje de un fugu en el hombro y dando órdenes a grito pelado.
—¡Todo el mundo a la jodida casa! ¡No, me importa una mierda que tengas que sacar al perro a pasear! ¡Todo dios en cuarentena hasta nuevo aviso! ¡Vamos, a vuestra puta casa!
Un halo carmesí la envolvía como a ellos, y se encontraba a unos treinta metros, justo en la esquina donde debían girar a la izquierda para introducirse en la calle que les llevaría a su objetivo. ¿Qué harían ahora? En aquella laberíntica ciudad, no existía ninguna callejuela intermedia, ningún atajo más que aquel. A no ser, claro, que optasen por atravesar la línea de casas, bien fuese por el tejado o, de algún modo, por el interior.
Eso, o dar vuelta hacia atrás. Existía un camino anterior a aquel, pero para ello tendrían que dar un rodeo enorme. Tanto que tendrían que volver a pasar por el Lumen.
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