31/12/2015, 17:32
Una mano se cerró en torno a su hombro, zarandeándola con suavidad, pero Ayame pegó un respingo mucho más violento de lo que en cualquier otra circunstancia habría hecho. Tan grande era el terror que sentía que prácticamente había olvidado la presencia de la kunoichi de Uzushiogakure que se encontraba junto a ella.
La miró a los ojos largamente, con los labios entreabiertos sin ser capaz de pronunciar palabra. Buscaba algún tipo de ayuda o consuelo pero sus ojos esmeraldas despedían el mismo terror que ella sentía.
«No puedo apoyarme en ella.» Comprendió, y aquel pensamiento sólo le puso el pelo de punta. «Tendremos que ayudarnos mutuamente para salir de esta.»
Inspiró para decir algo, pero aquel viento antinatural cobró fuerza hasta convertirse en un pequeño huracán que Ayame era incapaz de comprender de dónde venía. Volvió a encogerse sobre sí misma con un chillido de terror. Y entonces, la oscuridad se apagó. Jamás sabría cómo definir aquello. Si el viento ya había apagado la luz de las velas y los candelabros y las había sumido en la oscuridad, aquello fue como si hubiesen sido absorbidas por un agujero negro. Estaban sumergidas en una negrura tan densa que cortaba la respiración. Ayame respiró hondo, pero el aire no llegaba a sus pulmones. Nunca había sentido aquella sensación. Ella jamás se había ahogado. Y había algo más en el ambiente. Una sensación de muerte que la oprimía como los anillos de una serpiente pitón en su gélido abrazo.
—Vamos a morir... —susurró, con apenas un hilo de voz, y una lágrima se deslizó por su mejilla.
—SA-LID. DE-AQUÍ. VENID-AL-SÓTANO. OS-AYUDAR...É.
De nuevo, aquella voz. Eri pasó por delante de ella, y cuando las luces volvieron a encenderse repentinamente Ayame se dio cuenta de que ella también se había levantado. Seguramente, con la intención de obedecer a aquella hipnotizante voz. Aterrada ante la idea de haber actuado en contra de su propia voluntad, Ayame volvió a derrumbarse sobre sus rodillas.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que había alguien al pie de las escaleras, y volvió a sobresaltarse. Era un hombre alto y delgado como una ramita que vestía con un antiguo kimono oscuro.
—Algo peor que los demonios os augura en esta casa, y no debéis escucharlo —anunció—. Debéis seguirme. Arriba. No abajo. Al cielo. Huyendo del infierno.
Ahora sonreía. Y aunque aquel gesto resultaba disturbante en unos ojos carentes de brillo, algo dentro de Ayame se vio ligeramente reconfortado.
—¿Quién... quién eres...? —preguntó, temblorosa.
La miró a los ojos largamente, con los labios entreabiertos sin ser capaz de pronunciar palabra. Buscaba algún tipo de ayuda o consuelo pero sus ojos esmeraldas despedían el mismo terror que ella sentía.
«No puedo apoyarme en ella.» Comprendió, y aquel pensamiento sólo le puso el pelo de punta. «Tendremos que ayudarnos mutuamente para salir de esta.»
Inspiró para decir algo, pero aquel viento antinatural cobró fuerza hasta convertirse en un pequeño huracán que Ayame era incapaz de comprender de dónde venía. Volvió a encogerse sobre sí misma con un chillido de terror. Y entonces, la oscuridad se apagó. Jamás sabría cómo definir aquello. Si el viento ya había apagado la luz de las velas y los candelabros y las había sumido en la oscuridad, aquello fue como si hubiesen sido absorbidas por un agujero negro. Estaban sumergidas en una negrura tan densa que cortaba la respiración. Ayame respiró hondo, pero el aire no llegaba a sus pulmones. Nunca había sentido aquella sensación. Ella jamás se había ahogado. Y había algo más en el ambiente. Una sensación de muerte que la oprimía como los anillos de una serpiente pitón en su gélido abrazo.
—Vamos a morir... —susurró, con apenas un hilo de voz, y una lágrima se deslizó por su mejilla.
—SA-LID. DE-AQUÍ. VENID-AL-SÓTANO. OS-AYUDAR...É.
De nuevo, aquella voz. Eri pasó por delante de ella, y cuando las luces volvieron a encenderse repentinamente Ayame se dio cuenta de que ella también se había levantado. Seguramente, con la intención de obedecer a aquella hipnotizante voz. Aterrada ante la idea de haber actuado en contra de su propia voluntad, Ayame volvió a derrumbarse sobre sus rodillas.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que había alguien al pie de las escaleras, y volvió a sobresaltarse. Era un hombre alto y delgado como una ramita que vestía con un antiguo kimono oscuro.
—Algo peor que los demonios os augura en esta casa, y no debéis escucharlo —anunció—. Debéis seguirme. Arriba. No abajo. Al cielo. Huyendo del infierno.
Ahora sonreía. Y aunque aquel gesto resultaba disturbante en unos ojos carentes de brillo, algo dentro de Ayame se vio ligeramente reconfortado.
—¿Quién... quién eres...? —preguntó, temblorosa.