24/07/2020, 19:39
La noche había sido cuanto menos intensa para Hana. Había estado enzarzada consigo misma en una discusión sin fin, empezó con querer ir a Ren a implorarle piedad, confesarle que era la única persona que la trataba como una persona, valga la redundancia, que para el resto es o la jefa o una niña. Que no tenía a nadie más que estuviese dispuesta a ayudarla, que todo lo que había hecho había sido por pura desesperación.
Y entonces le entraba la vena orgullosa. ¿Quien se pensaba esa maleducada que era? ¿Por qué tenía ella que disculparse? ¡Casi la deja por loca en público cuando ella había tenido la razón! Se merecía comerse esa mentira y cinco o seis más. ¡Había empezado ella! Y ni siquiera había tenido la decencia de confesarse ella primero, no, había tenido que venir Hana a decirselo. Porque sino, Ren se lo hubiese llevado a la tumba. ¡A su propia tumba porque Hana tenía la salud de una leona!
Pero ahora estaba sola, rebozandose en su incapacidad de actuar como una persona honesta y pedirle ayuda sin más.
¡Era Ren la que debería pedirle ayuda a ella! Si no sabe ni deletrear su nombre. La muy tonta.
Y aun así, ella tenía amigos mientras que Hana moriría sola rodeada de gatos.
Con esa última imagen, de Ren rodeada por su grupito de amigos alejandose mientras ella se quedaba con Tadeus y Amadeus, los dos gatos callejeros a los que había puesto nombre tras verlos a diario durante años, se quedó dormida.
Y así la encontraría Ren, medio tirada en el suelo con la cabeza apoyada en una silla. Su mejilla aún estaba roja y humeda y su vestido estaba tan o más arrugado que cualquier trapo viejo que tuviesen por ahí. Su respiración era acelerada para estar dormida, como si el sueño no estuviese siendo precisamente placentero.
Se estremeció al sentir el tacto de Ren, pero no despertó, aunque su hermanastra podría ver como una nueva lágrima recorría el camino ya marcado por todas sus hermanas que habían salido antes, recorriendo la mejilla de la joven de las hermanas para aterrizar sobre su vestido finalmente.
Y entonces le entraba la vena orgullosa. ¿Quien se pensaba esa maleducada que era? ¿Por qué tenía ella que disculparse? ¡Casi la deja por loca en público cuando ella había tenido la razón! Se merecía comerse esa mentira y cinco o seis más. ¡Había empezado ella! Y ni siquiera había tenido la decencia de confesarse ella primero, no, había tenido que venir Hana a decirselo. Porque sino, Ren se lo hubiese llevado a la tumba. ¡A su propia tumba porque Hana tenía la salud de una leona!
Pero ahora estaba sola, rebozandose en su incapacidad de actuar como una persona honesta y pedirle ayuda sin más.
¡Era Ren la que debería pedirle ayuda a ella! Si no sabe ni deletrear su nombre. La muy tonta.
Y aun así, ella tenía amigos mientras que Hana moriría sola rodeada de gatos.
Con esa última imagen, de Ren rodeada por su grupito de amigos alejandose mientras ella se quedaba con Tadeus y Amadeus, los dos gatos callejeros a los que había puesto nombre tras verlos a diario durante años, se quedó dormida.
Y así la encontraría Ren, medio tirada en el suelo con la cabeza apoyada en una silla. Su mejilla aún estaba roja y humeda y su vestido estaba tan o más arrugado que cualquier trapo viejo que tuviesen por ahí. Su respiración era acelerada para estar dormida, como si el sueño no estuviese siendo precisamente placentero.
Se estremeció al sentir el tacto de Ren, pero no despertó, aunque su hermanastra podría ver como una nueva lágrima recorría el camino ya marcado por todas sus hermanas que habían salido antes, recorriendo la mejilla de la joven de las hermanas para aterrizar sobre su vestido finalmente.