25/08/2020, 00:52
(Última modificación: 25/08/2020, 01:11 por Uchiha Datsue. Editado 1 vez en total.)
Las dos guardias se miraron a los ojos por un instante. ¿Enfadar a Umigarasu? ¿Enfadar a Hamasaki? ¿O enfadar a ambos porque realmente tenían una cita concertada? Aquellas fueron las tres preguntas que parecieron hacerse.
Al final optaron por la cuarta vía, la más optimista.
—Le ruego que me disculpe, Hamasaki-dono. No era mi intención ofenderle —dijo, con una nueva reverencia—. Por favor, sígame.
La guardia abandonó su puesto y se dirigió hacia la cortina de agua, que se abrió, como por arte de magia, cuando ella y el resto de la delegación la atravesaron. Akame, Kaido y el resto se adentraron en un camino que atravesaba un enorme jardín. Llena de frondosos árboles, coloridas flores pulcramente colocadas y muros de arbustos de líneas tan rectas como el símbolo de Amegakure no Sato. Había esculturas de mármol adornando cada esquina; un enorme estanque que bien hubiese podido servir de piscina pública para media ciudad de la que salían chorros de agua iluminados por distintos colores; y una escultura gigantesca bañada en oro —¿o era maciza?— que representaba a un anciano de barba larga y a un cuervo —un cormorán, exactamente— apoyado en su hombro.
Había bastante gente paseando o parada en algún sitio. Jardineros, sirvientes que llevaban copas o atendían el capricho de algún noble menor invitado aquel día.
Luego estaba el complejo palaciego, con tres edificios claramente identificables capaces de alojar a centenares de personas. Llena de cristaleras, de arquitectura moderna y que combinaba distintos colores claros con el negro. Ellos se dirigieron al edificio del centro, atravesando unas puertas doradas —con el emblema del País del Agua en lo alto— ya abiertas e internándose en la abundancia y el lujo. El suelo, pulido y sin una mota de polvo, reflejaba sus figuras. A la izquierda, la pared era un cristal transparente que daba paso a un habitáculo del tamaño de una casa inundado. En ella había algas y peces de distintas formas y tamaños. Si miraban a la derecha, sin embargo, se encontrarían con numerosos cuadros de distintas figuras, todas adoptando un porte regio. Arriba, decenas de lámparas de papel colgaban del techo como las viviendas traslúcidas de Tane-Shigai.
La guardia les condujo hasta una sala de espera donde tenían sofás, mesas y una vista privilegiada del acuario.
—Informaré a Umigarasu-sama de su presencia. Esperen un momento aquí, por favor.
No tuvieron que esperar ni tres segundos antes de que un sirviente fuese a preguntarles si querían algo de beber o comer.
Cuarenta minutos más tarde, los Ryūtos consiguieron su ansiada audiencia. Fue en el salón principal, de unos techos y columnas blancas y circulares altísimas y un ventanal al frente que ocupaba toda la pared. O, más que un ventanal, una cristalera de distintos colores que conformaban un exótico cormorán de ojos del color del zafiro.
Una alfombra roja conducía hacia dicha cristalera, y, antes de ella, un trono se alzaba a una altura superior a ellos. Un anciano de barba larga y negra se sentaba sobre él, con un pie estirado que un hombrecillo de mediana edad se encargaba de masajear con aceites. Apoyado en el trono, un bastón de oro macizo y, franqueando a su Señor, de pie, una figura a cada lado. El de un hombre alto y fino de pelo largo; y el de una mujer de media melena oscura y ojos de un azul eléctrico.
Los Ryūtos reconocieron en el anciano la escultura de oro que había afuera, salvo con un par de diferencias. No había cuervo en su hombro derecho; tampoco su rostro tenía dos ojos, pues al menos uno estaba cubierto por un parche negro. Tenía el característico sombrero de Daimyō sobre su cabeza, con el kanji del agua bordado con mimo.
La guardia que había llevado a los Ryūtos hasta allí anunció a su Señor.
—¡Umigarasu-sama, Señor Feudal del País del Agua, Rey de los Mares, Cuervo de Mar, General de Todas las Olas y Líder Supremo de los Ejércitos de las Islas del Archipiélago!
Al final optaron por la cuarta vía, la más optimista.
—Le ruego que me disculpe, Hamasaki-dono. No era mi intención ofenderle —dijo, con una nueva reverencia—. Por favor, sígame.
La guardia abandonó su puesto y se dirigió hacia la cortina de agua, que se abrió, como por arte de magia, cuando ella y el resto de la delegación la atravesaron. Akame, Kaido y el resto se adentraron en un camino que atravesaba un enorme jardín. Llena de frondosos árboles, coloridas flores pulcramente colocadas y muros de arbustos de líneas tan rectas como el símbolo de Amegakure no Sato. Había esculturas de mármol adornando cada esquina; un enorme estanque que bien hubiese podido servir de piscina pública para media ciudad de la que salían chorros de agua iluminados por distintos colores; y una escultura gigantesca bañada en oro —¿o era maciza?— que representaba a un anciano de barba larga y a un cuervo —un cormorán, exactamente— apoyado en su hombro.
Había bastante gente paseando o parada en algún sitio. Jardineros, sirvientes que llevaban copas o atendían el capricho de algún noble menor invitado aquel día.
Luego estaba el complejo palaciego, con tres edificios claramente identificables capaces de alojar a centenares de personas. Llena de cristaleras, de arquitectura moderna y que combinaba distintos colores claros con el negro. Ellos se dirigieron al edificio del centro, atravesando unas puertas doradas —con el emblema del País del Agua en lo alto— ya abiertas e internándose en la abundancia y el lujo. El suelo, pulido y sin una mota de polvo, reflejaba sus figuras. A la izquierda, la pared era un cristal transparente que daba paso a un habitáculo del tamaño de una casa inundado. En ella había algas y peces de distintas formas y tamaños. Si miraban a la derecha, sin embargo, se encontrarían con numerosos cuadros de distintas figuras, todas adoptando un porte regio. Arriba, decenas de lámparas de papel colgaban del techo como las viviendas traslúcidas de Tane-Shigai.
La guardia les condujo hasta una sala de espera donde tenían sofás, mesas y una vista privilegiada del acuario.
—Informaré a Umigarasu-sama de su presencia. Esperen un momento aquí, por favor.
No tuvieron que esperar ni tres segundos antes de que un sirviente fuese a preguntarles si querían algo de beber o comer.
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Cuarenta minutos más tarde, los Ryūtos consiguieron su ansiada audiencia. Fue en el salón principal, de unos techos y columnas blancas y circulares altísimas y un ventanal al frente que ocupaba toda la pared. O, más que un ventanal, una cristalera de distintos colores que conformaban un exótico cormorán de ojos del color del zafiro.
Una alfombra roja conducía hacia dicha cristalera, y, antes de ella, un trono se alzaba a una altura superior a ellos. Un anciano de barba larga y negra se sentaba sobre él, con un pie estirado que un hombrecillo de mediana edad se encargaba de masajear con aceites. Apoyado en el trono, un bastón de oro macizo y, franqueando a su Señor, de pie, una figura a cada lado. El de un hombre alto y fino de pelo largo; y el de una mujer de media melena oscura y ojos de un azul eléctrico.
Los Ryūtos reconocieron en el anciano la escultura de oro que había afuera, salvo con un par de diferencias. No había cuervo en su hombro derecho; tampoco su rostro tenía dos ojos, pues al menos uno estaba cubierto por un parche negro. Tenía el característico sombrero de Daimyō sobre su cabeza, con el kanji del agua bordado con mimo.
La guardia que había llevado a los Ryūtos hasta allí anunció a su Señor.
—¡Umigarasu-sama, Señor Feudal del País del Agua, Rey de los Mares, Cuervo de Mar, General de Todas las Olas y Líder Supremo de los Ejércitos de las Islas del Archipiélago!
![[Imagen: MsR3sea.png]](https://i.imgur.com/MsR3sea.png)
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