30/08/2020, 23:42
(Última modificación: 30/08/2020, 23:42 por Amedama Daruu.)
Volvían a casa, abatidos. Con los hombros caídos, los shinobi de Amegakure ocupaban aquél tren en exclusiva. Fuera, la tormenta recibía a sus hijos dedicándoles un torrente de agua tan espeso que por la ventana Daruu apenas veía más que una cortina gris.
«Deprimente», pensó. No por el escenario que había fuera, sino por el que había dentro. Shinobi y kunoichi heridos, cansados y tristes. Traumatizados. El ataque de Dragón Rojo, que había acabado con la muerte de su Señor Feudal y la marcha de su líder —que algunos todavía no entendían—, había acabado también con la mordaz moral que solía caracterizarles. Y a pesar de todo, Daruu tenía un motivo para estar contento.
Ese motivo era nada más ni nada menos que Umikiba Kaido, su recién rescatado amigo azulado, que también cabizbajo parecía bien interesado en los patrones de la madera del suelo del vagón. Sentados en el banco de enfrente de la pequeña estancia privada estaban también Aotsuki Zetsuo, que no le había quitado los ojos de encima en ningún momento al sombrero de Kage que ahora Daruu apoyaba en la pared, al lado de su asiento, y Amedama Kiroe, que parecía una momia de escayola. Un brazo, la pierna contraria, la cara llena de vendas, y un mal humor de perros. Se podía decir que no estaba el horno para bollos. Pero estaba viva. «Y eso es lo que importa.»
Daruu había pensado, desde que entró al estadio, cómo les contaría lo de Kaido. De qué hablarían. Cómo le agradecería a Zetsuo haberle salvado la vida a su madre después de tan enfadados que estaban —mutuamente— el uno con el otro. Pero al final, ahí estaban todos. En silencio. Abatidos.
En el vagón de al lado, Kōri cuidaba a Chiiro. Pero a Daruu no le había pasado inadvertida la mirada de la chiquilla en más de una, dos y tres veces, asomándose por el cristal de la ventana cada vez que le decía al sensei de Daruu que tenía que ir al baño.
Era la cuarta vez.
La pelirroja desvió la mirada cuando chocó contra la de su hermano y se perdió en el otro extremo del vagón. Daruu suspiró.
«Deprimente», pensó. No por el escenario que había fuera, sino por el que había dentro. Shinobi y kunoichi heridos, cansados y tristes. Traumatizados. El ataque de Dragón Rojo, que había acabado con la muerte de su Señor Feudal y la marcha de su líder —que algunos todavía no entendían—, había acabado también con la mordaz moral que solía caracterizarles. Y a pesar de todo, Daruu tenía un motivo para estar contento.
Ese motivo era nada más ni nada menos que Umikiba Kaido, su recién rescatado amigo azulado, que también cabizbajo parecía bien interesado en los patrones de la madera del suelo del vagón. Sentados en el banco de enfrente de la pequeña estancia privada estaban también Aotsuki Zetsuo, que no le había quitado los ojos de encima en ningún momento al sombrero de Kage que ahora Daruu apoyaba en la pared, al lado de su asiento, y Amedama Kiroe, que parecía una momia de escayola. Un brazo, la pierna contraria, la cara llena de vendas, y un mal humor de perros. Se podía decir que no estaba el horno para bollos. Pero estaba viva. «Y eso es lo que importa.»
Daruu había pensado, desde que entró al estadio, cómo les contaría lo de Kaido. De qué hablarían. Cómo le agradecería a Zetsuo haberle salvado la vida a su madre después de tan enfadados que estaban —mutuamente— el uno con el otro. Pero al final, ahí estaban todos. En silencio. Abatidos.
En el vagón de al lado, Kōri cuidaba a Chiiro. Pero a Daruu no le había pasado inadvertida la mirada de la chiquilla en más de una, dos y tres veces, asomándose por el cristal de la ventana cada vez que le decía al sensei de Daruu que tenía que ir al baño.
Era la cuarta vez.
La pelirroja desvió la mirada cuando chocó contra la de su hermano y se perdió en el otro extremo del vagón. Daruu suspiró.