31/08/2020, 00:39
La calma después de la tempestad. Así podrían haber llamado a aquel interludio de tiempo dentro de aquel endemoniado ferrocarril, donde el único sonido que rompía aquel tenso silencio era el constante traqueteo del vehículo sobre las vías y que llenaba todo de un incesante temblor al que no habían tenido más remedio que acostumbrarse. Y la lluvia que repiqueteaba sin cesar contra las ventanas, claro. Amenokami recibía a sus hijos perdidos con los brazos abiertos, y con sus eternas lágrimas.
El tren iba lleno hasta los topes. Decenas de personas: mujeres y hombres, shinobis y civiles, adultos y niños, unos más opulentos y otros más humildes... Pero todos ellos, sin distinción, colmaban los asientos en un sepulcral y sombrío silencio. Algunos chiquillos aún lloriqueaban débilmente, muchas madres y padres se aferraban a sus hijos como si temieran perderlos si volvían a soltarlos, otras muchas personas, aún con heridas visibles, se mostraban cansadas pero aliviadas de volver a su hogar. Y entre todos aquellos se encontraban la familia Aotsuki (a excepción de Ayame), la familia Amedama... y Umikiba Kaido, por supuesto.
Aotsuki Zetsuo no había apartado la mirada del tiburón en ningún momento, como si temiera que en cualquier momento fuera a levantarse y comenzara a dar navajazos a diestro y siniestro. No se fiaba, y no se molestaba en ocultarlo. No le importaba lo que dijera Daruu al respecto, o la mismísima Yui: un traidor era un traidor. Kiroe y Daruu estaban también con ellos, la primera escayolada de los pies a la cabeza pero viva y el segundo visiblemente cansado de llevar aquel pesado sombrero sobre la cabeza.
Al otro lado del pasillo, y en otro compartimento aparte, Kōri reposaba la cabeza y el hombro izquierdo contra la ventana. Tenía los ojos entrecerrados y agarraba con fuerza una bebida cargada de hielos en con su mano libre. Si estaba pensando en algo, desde luego no lo mostraba de forma externa. Su rostro seguía tan inexpresivo como siempre, con aquella máscara de gelidez absoluta que le caracterizaba y que era tan difícil de atravesar.
—¿Otra vez? —le preguntó a Chiiro, después de que la chiquilla le hubiese pedido por cuarta vez consecutiva ir al lavabo.
Quizás se le había quedado cierta mano con los niños después de cuidar de su hermana pequeña durante tanto tiempo porque, de alguna manera u otra, había acabado haciendo de canguro temporal de la chiquilla.
El tren iba lleno hasta los topes. Decenas de personas: mujeres y hombres, shinobis y civiles, adultos y niños, unos más opulentos y otros más humildes... Pero todos ellos, sin distinción, colmaban los asientos en un sepulcral y sombrío silencio. Algunos chiquillos aún lloriqueaban débilmente, muchas madres y padres se aferraban a sus hijos como si temieran perderlos si volvían a soltarlos, otras muchas personas, aún con heridas visibles, se mostraban cansadas pero aliviadas de volver a su hogar. Y entre todos aquellos se encontraban la familia Aotsuki (a excepción de Ayame), la familia Amedama... y Umikiba Kaido, por supuesto.
Aotsuki Zetsuo no había apartado la mirada del tiburón en ningún momento, como si temiera que en cualquier momento fuera a levantarse y comenzara a dar navajazos a diestro y siniestro. No se fiaba, y no se molestaba en ocultarlo. No le importaba lo que dijera Daruu al respecto, o la mismísima Yui: un traidor era un traidor. Kiroe y Daruu estaban también con ellos, la primera escayolada de los pies a la cabeza pero viva y el segundo visiblemente cansado de llevar aquel pesado sombrero sobre la cabeza.
Al otro lado del pasillo, y en otro compartimento aparte, Kōri reposaba la cabeza y el hombro izquierdo contra la ventana. Tenía los ojos entrecerrados y agarraba con fuerza una bebida cargada de hielos en con su mano libre. Si estaba pensando en algo, desde luego no lo mostraba de forma externa. Su rostro seguía tan inexpresivo como siempre, con aquella máscara de gelidez absoluta que le caracterizaba y que era tan difícil de atravesar.
—¿Otra vez? —le preguntó a Chiiro, después de que la chiquilla le hubiese pedido por cuarta vez consecutiva ir al lavabo.
Quizás se le había quedado cierta mano con los niños después de cuidar de su hermana pequeña durante tanto tiempo porque, de alguna manera u otra, había acabado haciendo de canguro temporal de la chiquilla.