31/08/2020, 02:57
Kaido se sentía absurdamente abrumado, y por numerosas razones.
Primero, porque aquella era la primera vez que se subía al dichoso tren. No es que no hubiese tenido oportunidades, pero luego de aquél encuentro con Ayame en Coladragón, los vigías de la Alianza eran cada vez más numerosos, y solían aposentarse en lugares estratégicos como las paradas del ferrocarril. Así que, para evitar inconvenientes y disputas innecesarias —teniendo tan cerca el encuentro con Umigarasu—. todos los dragones preferían evitar ese nuevo y revolucionario transporte que desde luego había innovado a ōnindo de maneras insospechadas, conectando de forma rápida y eficaz a los distintas ciudades y pueblos. Para el escualo la experiencia fue esclarecedora, y a ojos de los demás, su cara era parecida a la que tuvo que poner el primer hombre que creó una llamita gracias al chakra.
Por otro lado, que era el centro de atención dentro de aquél tren junto a Daruu, pero por razones muy distintas a las del nuevo Arashikage temporal. Daruu generaba admiración y empatía por su actuación tras la catástrofe acontecida en los Dojos. Kaido, era sólo objeto de miradas largas. Penumbrosas. Fúnebres. Probablemente, el culpable de la muerte de muchos seres queridos.
Pero la mirada que más pesaba de todas, era la de Aotsuki Zetsuo. Kaido sentía que era él quien levantaba el ferrocarril y no al contrario, por verse bajo el escrutinio de aquél hombre de hierro. Por un momento creyó sentirse como una de esas indefensas zarigüeyas que más pronto que tarde, saben que caerán en las filosas y mortíferas garras del Águila que surca los cielos. ¿Pero podía juzgarlo? ¿A alguno de ellos? desde luego que no. Kaido se sabía un hombre con suerte, y de buenos amigos. De no contar con el beneplácito de la mismísima Yui y de Daruu, estaría viajando en el último vagón, metido en una diminuta celda, esposado, conversando con sus vecinos los borregos.
Otro que no se llamase Umikiba Kaido hubiera permanecido en silencio y con la mirada gacha el resto del viaje. Otro, hubiera preferido sentirse diminuto y ahogarse en sus pecados. Pero él era Kaido, el Tiburón de Amegakure. No se ahogaba, primero que nada, y antes que animal, primero era hombre. Con dignidad. Con principios. Valiente, sólo como lo son aquellos capaces de pedir perdón.
—Lo siento —a nadie en particular, dijo; sino a todos los que estaban allí presentes—. he causado mucho daño. A su hija, a su hijo —miró a Zetsuo y a Kiroe. Se fijó en sus heridas—. a ustedes mismos. Y no es culpa de nadie más sino mía. Por no haber tenido la voluntad suficiente como para ganar la batalla más importante de todas y haber sido fiel a mis principios. A Ame.
Se acarició el brazo izquierdo, inconscientemente; donde una vez estuve el tatuaje. Alzó la cabeza y sonrió con esperanza. Perdió la batalla más importante, pero no pensaba perder ésta. La de la Redención.
—Dedicaré el resto de mis días a enmendarlo. No pido que confiéis en mi, pero sí que me otorguéis oportunidad. Una. Y no pienso desperdiciarla.
Primero, porque aquella era la primera vez que se subía al dichoso tren. No es que no hubiese tenido oportunidades, pero luego de aquél encuentro con Ayame en Coladragón, los vigías de la Alianza eran cada vez más numerosos, y solían aposentarse en lugares estratégicos como las paradas del ferrocarril. Así que, para evitar inconvenientes y disputas innecesarias —teniendo tan cerca el encuentro con Umigarasu—. todos los dragones preferían evitar ese nuevo y revolucionario transporte que desde luego había innovado a ōnindo de maneras insospechadas, conectando de forma rápida y eficaz a los distintas ciudades y pueblos. Para el escualo la experiencia fue esclarecedora, y a ojos de los demás, su cara era parecida a la que tuvo que poner el primer hombre que creó una llamita gracias al chakra.
Por otro lado, que era el centro de atención dentro de aquél tren junto a Daruu, pero por razones muy distintas a las del nuevo Arashikage temporal. Daruu generaba admiración y empatía por su actuación tras la catástrofe acontecida en los Dojos. Kaido, era sólo objeto de miradas largas. Penumbrosas. Fúnebres. Probablemente, el culpable de la muerte de muchos seres queridos.
Pero la mirada que más pesaba de todas, era la de Aotsuki Zetsuo. Kaido sentía que era él quien levantaba el ferrocarril y no al contrario, por verse bajo el escrutinio de aquél hombre de hierro. Por un momento creyó sentirse como una de esas indefensas zarigüeyas que más pronto que tarde, saben que caerán en las filosas y mortíferas garras del Águila que surca los cielos. ¿Pero podía juzgarlo? ¿A alguno de ellos? desde luego que no. Kaido se sabía un hombre con suerte, y de buenos amigos. De no contar con el beneplácito de la mismísima Yui y de Daruu, estaría viajando en el último vagón, metido en una diminuta celda, esposado, conversando con sus vecinos los borregos.
Otro que no se llamase Umikiba Kaido hubiera permanecido en silencio y con la mirada gacha el resto del viaje. Otro, hubiera preferido sentirse diminuto y ahogarse en sus pecados. Pero él era Kaido, el Tiburón de Amegakure. No se ahogaba, primero que nada, y antes que animal, primero era hombre. Con dignidad. Con principios. Valiente, sólo como lo son aquellos capaces de pedir perdón.
—Lo siento —a nadie en particular, dijo; sino a todos los que estaban allí presentes—. he causado mucho daño. A su hija, a su hijo —miró a Zetsuo y a Kiroe. Se fijó en sus heridas—. a ustedes mismos. Y no es culpa de nadie más sino mía. Por no haber tenido la voluntad suficiente como para ganar la batalla más importante de todas y haber sido fiel a mis principios. A Ame.
Se acarició el brazo izquierdo, inconscientemente; donde una vez estuve el tatuaje. Alzó la cabeza y sonrió con esperanza. Perdió la batalla más importante, pero no pensaba perder ésta. La de la Redención.
—Dedicaré el resto de mis días a enmendarlo. No pido que confiéis en mi, pero sí que me otorguéis oportunidad. Una. Y no pienso desperdiciarla.