10/09/2020, 16:55
Tal y como le sucede incluso al mejor humorista, que ante un público difícil, existe la posibilidad de que alguno de tantos chistes del monólogo no cuelen y generen un silencio incómodo en las gradas; en éste caso, Kaido experimentó exactamente lo mismo. Claro que lo había considerado una buena forma de romper un poco la pesadez del ambiente, pero lo que hizo fue intensificarla. Quizás era muy pronto. Tal vez, fueron momentos demasiado difíciles. Pero a él le costaba entenderlo y empatizar con lo realmente sucedido. Porque toda la información le venía tan rápido, como si estuviera leyendo un periódico.
Pronto decidió optar por un temple más serio y se esforzaría en mantenerlo durante todo el viaje.
Pero en fin, lo cierto es que su suposición no estaba tan alejada de la realidad. A diferencia de las creencias que gobernaron Ōnindo durante cientos de años, donde el folclore tenía a las bestias con colas como simples seres primitivos con un poder que probablemente escapaba de su propia comprensión; Daruu le confirmaba a Kaido uno de los peores temores que podía tener alguien que temiera a los bijū: que eran criaturas pensantes, racionales, incluso capaces de pregonar un vínculo como el de la hermandad, o de disentir del mismo, al no estar de acuerdo con los planes del Kyūbi. Humanos, en síntesis, porque nacieron a partir de uno, y cada uno con una personalidad distinta. Kokūo parecía ser la más pacifista, y Shukaku, un bastardo infeliz. Akame le había contado que ese demonio les sometía a tortuosas pesadillas y que haber muerto había sido un alivio pues eso fue lo que le permitió deshacerse del jodido tanuki. El escualo ahora lucía meditabundo, tratando de encontrar comprensión allí en donde sólo quedaba aceptar los hechos. Que siempre estuvieron equivocados. Y que, quizás, esa podía ser una de las razones por las cuales el mundo casi acabó destruido cientos de años atrás. Porque en aquél entonces, no tenían a una Aotsuki Ayame que sirviera de vínculo entre nosotros, los humanos, y las Bestias. Que Ayame y Kokūo hubiesen podido limar asperezas era una prueba fidedigna de ello.
Pero toda prueba es refutable. En este caso, la contraparte radica, para sorpresa de Kaido, en Kusagakure. Y en su Jinchuriki.
Kaido negó con la cabeza. Joder, Daruu no exageraba cuando le decía que se había perdido de mucho. ¿Kenzou muerto? entonces con razón esa mujer, la del antifaz, vestía el sombrero. Una gotita de sudor le bajó por la frente —¡había intentado matar a dos Kage en un mismo día! ¡pero en qué estaba pensando el Ryūto de mierda!—. y se recostó, nervioso, en el espaldar del asiento.
—Rikūdo, bijūs pensantes... Un jinchūriki matakages. ¿Quién era el guardián de la Hierba? no me digais que es Yota... —ese sería el colmo que derramaría un vaso demasiado lleno ya—. y claro, si, suéltamelo así, Daruu, sin vaselina. Eh tío que matamos a uno de esos Generales, somos guay. ¡Pero cómo fue, coño! ¡cómo!
Pronto decidió optar por un temple más serio y se esforzaría en mantenerlo durante todo el viaje.
Pero en fin, lo cierto es que su suposición no estaba tan alejada de la realidad. A diferencia de las creencias que gobernaron Ōnindo durante cientos de años, donde el folclore tenía a las bestias con colas como simples seres primitivos con un poder que probablemente escapaba de su propia comprensión; Daruu le confirmaba a Kaido uno de los peores temores que podía tener alguien que temiera a los bijū: que eran criaturas pensantes, racionales, incluso capaces de pregonar un vínculo como el de la hermandad, o de disentir del mismo, al no estar de acuerdo con los planes del Kyūbi. Humanos, en síntesis, porque nacieron a partir de uno, y cada uno con una personalidad distinta. Kokūo parecía ser la más pacifista, y Shukaku, un bastardo infeliz. Akame le había contado que ese demonio les sometía a tortuosas pesadillas y que haber muerto había sido un alivio pues eso fue lo que le permitió deshacerse del jodido tanuki. El escualo ahora lucía meditabundo, tratando de encontrar comprensión allí en donde sólo quedaba aceptar los hechos. Que siempre estuvieron equivocados. Y que, quizás, esa podía ser una de las razones por las cuales el mundo casi acabó destruido cientos de años atrás. Porque en aquél entonces, no tenían a una Aotsuki Ayame que sirviera de vínculo entre nosotros, los humanos, y las Bestias. Que Ayame y Kokūo hubiesen podido limar asperezas era una prueba fidedigna de ello.
Pero toda prueba es refutable. En este caso, la contraparte radica, para sorpresa de Kaido, en Kusagakure. Y en su Jinchuriki.
Kaido negó con la cabeza. Joder, Daruu no exageraba cuando le decía que se había perdido de mucho. ¿Kenzou muerto? entonces con razón esa mujer, la del antifaz, vestía el sombrero. Una gotita de sudor le bajó por la frente —¡había intentado matar a dos Kage en un mismo día! ¡pero en qué estaba pensando el Ryūto de mierda!—. y se recostó, nervioso, en el espaldar del asiento.
—Rikūdo, bijūs pensantes... Un jinchūriki matakages. ¿Quién era el guardián de la Hierba? no me digais que es Yota... —ese sería el colmo que derramaría un vaso demasiado lleno ya—. y claro, si, suéltamelo así, Daruu, sin vaselina. Eh tío que matamos a uno de esos Generales, somos guay. ¡Pero cómo fue, coño! ¡cómo!